Autor: Martha Viera Burness de Giménez.
Ilustrador: Federico Corbo.
Gracias Abuelo.
Mirando a su nieta jugar en las hamacas de la pequeña placita Sara viajó en el tiempo para volver a ser niña, sentir el aire de la inocencia meciendo muñecas imaginarias que se dormirían en sus brazos. Luego el abuelo la invitaría a sentarse en uno de los bancos o en su falda y le contaría cuentos de duendes y de hadas. A la tardecita volverían cansados y felices de haber compartido juegos y cuentos.
Los años se llevaron las muñecas y las hamacas, pero el banco de la placita siguió siendo cómplice de sus confidencias. Ya no era la niña que necesitaba cuentos de hadas, ahora era la jovencita que quería saber la historia de su abuelo. Este comprendió que estaba en edad de conocerla.
Sara respiró hondo, quiere revivir la expresión y cada palabra de ese querido abuelo, para recordar cómo empezó a contar su vida…
Yo era apenas un niño cuando estalló la guerra en Europa. Mi familia tenía una chacrita cerca del pueblo. Entre todos cosechábamos nuestros alimentos, el galpón se llenaba de frutas y verduras en conserva, jamones y heno; el invierno era más soportable teniendo nosotros y los animales provisiones para alimentarnos. Nuestras noches era apacibles, silenciosas, hasta aquel día que los aviones empezaron a sobrevolar los alrededores.
Desde nuestras ventanas alcanzábamos a ver las explosiones en el pueblo cercano. Las llamas se reflejaban en el humo que subía al cielo. Pasaron dos o tres días y parecía que todo había terminado, cuando nuestro sueño fue interrumpido abruptamente en la noche. Al abrir los ojos un soldado nos estaba apuntando con su arma y nuestros padres eran golpeados por resistirse. Se apoderaron de todos nuestros alimentos cargándolos en un camión, luego nos subieron a la fuerza, como si fuéramos bolsas de papas.
Entramos al pueblo custodiados. Por una pequeña abertura que tenía la lona del camión miraba con dolor las casas destrozadas de mis amigos, la escuela en escombros, la gente que corría tratando de esconderse. El único lugar que se mantenía entero era la Iglesia. Frente a ella nos hicieron bajar, entramos y vimos que era el lugar que utilizaban como cuartel. Con mis once años sentí que no respetaban ni este lugar, para muchos sagrado.
Nos apartaron de nuestros padres, dejándonos a mí y a mi hermano Raúl en un pequeño cuarto.
Papá ya nos había dicho en secreto que no perdiéramos oportunidad de escapar, que ellos hallarían la forma de encontrarnos.
Una mirada hacia la pequeña banderola y nuestra reacción fue instantánea. La mesa y la única silla que había en el cuarto fueron la escalera. Caímos en el patio de la Iglesia. No encontrábamos salida hasta que Raúl acarició un enorme cuadro religioso en la pared y este se movió.
Gran sorpresa fue la nuestra cuando nos dimos cuenta que era una puerta. Buscando escapar, nos introdujimos en aquella abertura secreta y la cerramos con el enorme pasador que la aseguraba desde el interior.
Mirando a nuestro alrededor observamos que era como un sótano, encendimos un mechero que se nos ofrecía y pudimos comprobar que el escondite había sido preparado como un refugio. Algunos alimentos, unas mantas y una antigua Biblia nos recibieron.
No sé cuántos días pasamos encerrados en aquel lugar, de vez en cuando sentíamos algún ruido y alguna vibración. Por las noches el frío era intenso, nos envolvíamos en las mantas y dormíamos abrazados, añorando a nuestros padres y nuestro hogar.
Cuando nos quedamos sin provisiones decidimos que me asomaría a la puerta, para intentar averiguar qué pasaba afuera. Al abrirla me encontré que esta daba a la calle, las paredes de la Iglesia habían sido destruidas. El silencio era total. Vi algunas personas que trataban de salir de sus escondites, y entonces divisé a mi madrina Julia, en un impulso corrí y me abracé a ella que también se sintió feliz de verme con vida. Le pregunté, ¿qué había pasado? ¿Dónde estaban mis padres? Me contestó que después de fusilar a varios prisioneros los soldados se habían marchado llevándose las pocas cosas valiosas que quedaban en el lugar.
Raúl se acercó a nosotros y Julia nos abrazó llorando. Comprendí que mis padres habían sido fusilados, al igual que su esposo.
Sin familia y sin hogar, sin tener a dónde ir, mi madrina estaba decidida a irse a trabajar a América. Los barcos salían del puerto llenos de familias que escapaban de la guerra, buscando la paz que sus pueblos habían perdido.
La madrina no nos quería dejar, pero no teníamos documentos. De todos modos Raúl y yo estábamos decididos a cualquier cosa para venirnos a América; ¿qué otra alternativa para dos niños que se habían quedado solos?
Decidimos intentar esa aventura que nos proponía Julia:
—Bueno mis queridos niños, tú, Julio, que eres el más grande, cuando subamos al banco y nos pidan documentos te desmayas, bien desmayado, que parezca real; yo armaré un revuelo, pediré auxilio a los guardias para que nos atiendan y no nos pidan documentos. Mientras tanto tú, Raúl, que eres chiquito y flaco, te vas colando entre la gente hasta después de pasar el control. Si lo nuestro no resulta yo te reclamaré.
Era tanto el apretamiento de las personas que querían subir que voltearon a un marinero, esto nos favoreció, los acontecimientos se llevaron a cabo como lo habíamos planeado.
Días y días navegando, solo cielo y agua (que casi no podíamos contemplar porque la madrina tenía miedo de que el capitán nos descubriera).
Nuestro destino era Buenos Aires, pero una gran tormenta engulló nuestro barco. Los pasajeros desesperados, viendo que nos hundíamos, se empezaron a tirar al agua. La madrina no sé cómo consiguió un salvavidas, nos puso abrazados frente a frente, nos colocó a los dos en el salvavidas, nos dio un beso y nos tiró al agua.
La distancia hasta la orilla no era muy grande pero nosotros veíamos que el barco se hundía cada vez más y la madrina había quedado en él. Vino la prefectura a rescatarnos, de tantas personas que habíamos embarcado éramos pocos sobrevivientes. Así llegamos a este querido país, Uruguay, dos niños, con frío, con hambre, sin dinero y sin saber a dónde ir.
Así como hay gente mala que arma las guerras, en el mundo hay hombres de buena voluntad. Se llamaba Antonio, era un gendarme. Al ver nuestro estado se acercó y nos ofertó llevarnos a su casa a tomar un plato de sopa caliente. No lo dudamos ni un instante. Su esposa y sus hijos nos recibieron con cariño. Esa noche dormimos como hacía tiempo no lo hacíamos.
Con Raúl planeamos que al otro día buscaríamos un trabajo, para ello la dueña de casa nos prestó ropa seca porque la nuestra todavía estaba mojada.
Nos ganábamos la vida carpiendo y haciendo mandados para ayudar a esa familia que nos había brindado su cariño en un momento tan difícil.
Cierto día, Antonio vino con una propuesta para nosotros: había una señora mayor, llamada Mercedes, que quería hacerse cargo de Raúl y de mí. Nos mandaría a la escuela y nosotros la acompañaríamos y le haríamos los mandados.
Aceptamos.
Pasaron algunos años, crecimos.
Raúl seguía estudiando, quería ser abogado, y yo había instalado un hermoso comercio con parte del dinero que nos había dejado nuestra benefactora Mercedes. Teníamos un porvenir asegurado pero nunca perdimos de vista a aquellas queridas personas que fueron las primeras en auxiliarnos.
Cuando Raúl se recibió viajamos a nuestro lugar de origen, donde nuestros padres habían entregado su vida.
Ya no era el pueblo en escombros que habíamos dejado de niños, todo estaba renovado, hasta la Iglesia. Entrar en ella y ver en una de sus paredes el cuadro religioso que nos había salvado la vida fue una experiencia maravillosa.
Se nos antojó ir caminando, como lo hacíamos de niños, del pueblo a la chacra. La vimos a la distancia, la casa aún estaba en pie. Al acercarnos salió a recibirnos un viejito de pelo muy blanco que caminaba con un bastón.
—¡Bienvenidos a casa, los esperaba! –nos dijo.
Y esa sonrisa penetró en nuestros corazones que estallaron de felicidad, y fueron pocos los brazos para abrazarlo y decirle:
—¡Papá!
Luego nos contó que lo habían herido en la pierna, pero al caer otra persona sobre él se quedó quietito y lo dieron por muerto. Logró sobrevivir por milagro, no así mamá que murió en el acto.
Quisimos traerlo a vivir con nosotros a Uruguay, pero nos dijo que quería descansar junto a mamá; que la vida le había quitado mucho, pero que era bondadosa al regalarle la dicha de vernos hombres sanos y libres.
Quisimos volver en barco, en homenaje a aquella querida madrina que nos regaló lo único que tenía, su vida, para poder salvarnos, y esas flores que al agua arrojamos seguro a sus manos habrán llegado.
Llegamos felices con tantas bendiciones recibidas.
Al poco tiempo conocí a tu abuela y nos casamos, formando una familia maravillosa de la que tú eres una de las protagonistas.
Sara sintió como una leve caricia en su brazo, quizás él vino desde el más allá a contarle de nuevo su historia.
Sara se sobresalta cuando la nieta le dice:
—¿Qué pasa abuela? ¿Te dormiste?
—No, querida, solo estaba recordando una historia que más adelante conocerás.