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Concurso de cuentos de abuelas y abuelos para nietos, «Cuando yo era chico»

Generales

Autor: Ana Gabriela Hernández Toledo.

Ilustrador: Joaquin Olariaga.

Mi Abuelo Censo

Dedico este cuento a mi madre, Mabel, a mi hija Naiara y sus abuelos, y a todos los niños que deseen guardar el recuerdo de sus abuelos en un lugar calentito entre la memoria y el corazón.
Habrá bastante fantasía y mucho de realidad en mis relatos; pero les prometo, que este cuento los ayudara a mirar a sus abuelos con ojitos nuevos.

Mi abuelo mágico
Mi abuelo, que a esta hora debe andar cuidando los campos del paraíso, se llamaba Inocencio y le decían Censo. No fue casualidad: nació un 28 de diciembre, día de los inocentes, y sus padres decidieron festejar la fecha bautizando a su hijo con el nombre «Inocencio».
Era un tipo de campo, simple, serio y callado.
Y digo que era mágico porque cada pequeña cosa que hacía –y todos sus silencios– estaban llenos de magia y enseñanzas… era un tipo que ahorraba palabras.
¡Sí! Pueden creerme: mi abuelo conseguía enseñar sin hablar. No me van a negar que eso sea magia pura.
Cuando paso hacia atrás el DVD de mi vida y me detengo en mis dos o tres años de edad, me aparecen las primeras escenas de mi abuelo: arando el campo para plantar, mudando las vacas en busca de mejores pastos o rezongando con Banderín, el caballo árabe pura sangre que criaba por puro placer, solo para verlo correr con aquellas patas interminables por la llanura…
Sí, era un hombre que daba ganas de seguir y observar todo el tiempo; todos los críos de los alrededores lo seguíamos como las moscas a la miel, aunque no dijera ni mu: todos sus movimientos eran interesantes, pues tenían un propósito, un fin.
Cuando metía choclos enteros en la maquina de desgranar y caían granos limpios en la bolsa de arpillera por un lado y marlos pelados por el otro, era magia.
Cuando me hacía mirar para otro lado y me distraía para robarme el postre, eran trucos de mago.
Cuando le volaba a mi madre el cigarrillo de la boca de un tinguiñazo sin tocarle los labios, era una proeza.
Cuando trenzaba tiras de cuero crudo para hacerse un rebenque, cuando limpiaba las herramientas y las colgaba prolijamente en un panel que él mismo había armado en la pared del galpón, cuando sin levantar la cabeza de sus quehaceres me gritaba… «¡eso no se toca m’ija!» sabiendo, sin mirarme, que estaba por agarrar la pinza, la tenaza o alguna otra cosa especial para apretar dedos de niño, para mí, se convertía en el mago Merlín.
Yo pensaba… «¿Cómo se dio cuenta? ¿Cómo hizo para ver que estaba por aplastar un pollo en el gallinero mientras él recogía los huevos? ¿En qué momento sospechó que yo pensaba meter un pie en el bebedero de las aves de corral, para probar el agua? ¿Cómo supo que cuando me dijeron que el gato se había comido mi chupete debía seguirme para salvarle la vida al gato?» (A mis tres años me pareció justo tirar al gato al bebedero, a ver si sabia nadar, ya que era tan bueno para comer chupetes… y les cuento que el bebedero de vacas y caballos en el campo es una suerte de bañera grande llena de agua limpia de lluvia, donde un gato podría practicar varios estilos de nado.)

Y como todo abuelo mágico, tenía su hechicera propia: mi abuela Tita, su esposa.
Lo de «hechicera» es solo un título que le quedaba muy bien, mi abuela era una reina, la mujer más encantadora, dulce y cariñosa que conocí en mi vida.
Desde pequeña tuve una imaginación muy rica, y a veces miraba a mi abuela y la imaginaba cantándole bajito a una manada de leones… apuesto cualquier cosa a que con la paz y el calor que salían con su voz los leones se habrían dormido como bebés a su alrededor, permitiéndole irse en puntillas a cocinar sus bizcochitos de anís.
Bien, soy una niña afortunada que tuvo abuelos mágicos, los cuales ya les presenté; y a continuación les contaré alguna de las anécdotas y recuerdos que hacen parte de mi historia junto a ellos, y coincidirán conmigo en que realmente eran personas muy especiales. Me regalaron solo momentos felices.

La siesta
Me olvidé de comentarles que mis recuerdos de mi abuelo comienzan cuando él vivía en el campo, en el kilómetro 77 de la Ruta 9. En ese entonces yo vivía con mi familia en el pueblo Gregorio Aznarez, a unos diez kilómetros de allí, así que los contactos con mis abuelos eran en las visitas de fin de semana o en las vacaciones… y para mí aquellas visitas eran lo que es un viaje a Disney para un niño de hoy; la casa de mis abuelos era un mundo de aventuras por descubrir.
Excepto por la siesta.
Mis padres eran grandes defensores de la siesta, que debía durar al menos una hora, u hora y media. Ahora, de adulta puedo entenderlos, pero de chiquita era como si me dijeran que tenía solo diez minutos para ver mis dibujitos preferidos y me apagaran la tele en lo mejor. En pocas palabras: odiaba la siesta.
Hoy en día la aprecio, a veces, cuando estoy muy fatigada o cuando el invierno es especialmente frío, pero sigo pensando que dormir sirve solo para planchar arrugas y recargar pilas. Por lo demás, dormir la siesta era para mí como morirse un poquito, uno se perdía pedazos de vida mientras dormía…
Abuelo Censo, siempre práctico y ahorrativo, hacía siestas de 20 minutos máximo, y nunca usó un despertador. Era como si tuviera un botón de apagado, y otro de encendido. Mágico, ¿no?
Solía decir, «yo me acuesto a dormir, no a pensar pavadas…» así que, hombre fiel a su palabra, apoyaba la cabeza en la almohada y quedaba frito.
Y a los 20 minutos abría los ojos, fresco como una lechuga, salía al patio y se lavaba la cara en una palangana de agua fresca que la abuela le dejaba pronta de antemano.
Y de allí, al campo….
Mis padres y yo dormíamos en el cuarto de huéspedes.
Les aseguro que era una verdadera hazaña esperar pacientemente a que mis padres tuvieran una respiración serena (si roncaban era mejor todavía) para bajar de mi cunita de caño lo más silenciosamente posible (la cunita siempre chirriaba en los momentos mas inapropiados), y gatear por debajo de la cama rumbo a la puerta del cuarto y la libertad…
Una vez afuera, cruzaba el campo arado haciendo equilibrio entre los terrones secos, siguiendo la huella de mi abuelo, para encontrarlo ocupado con los animales, o haciendo una pequeña fogata para mandar humo a los panales e invitarme con miel fresca robada a las abejas, o sentado en un tronco con una culebra parejera enredada en las muñecas, para mostrarme cómo le había cortado los colmillos con el facón, para evitar la mordida…
Nunca me preguntó que hacia allí, y nunca me reprochó que me escapara de la siesta.
Apenas si me hablaba algo, y contestaba mis preguntas con otras preguntas que me hacían pensar en las respuestas, y aunque me trataba de «usted», como a todos sus nietos, había un lazo entre los dos, fuerte e indestructible, que tenía que ver con ser compinches, cómplices.
Éramos uno que sabía enseñar y una que quería aprender; una dupla explosiva.
Mi abuelo no se parecía para nada a esos abuelitos de los cuentos, con los lentes calzados en la punta de la nariz, las pantuflas a cuadritos y la cabeza semipelada… Mi abuelo tenía el pelo gris, crespo y abundante. Era ancho de espaldas y tenia unas manos de acero para arrastrar el arado, de seda para ordeñar la vaca, de artista para trabajar el cuero y de ladrón para robarte el postre…
Mi abuelo era un tipo que sabía de todo sin haber estudiado nada; de hecho, no sabía leer ni escribir. A nadie se le ocurría desobedecerlo, pero no gritaba nunca. Y cuando te daba su palabra, sobre cualquier cosa, era como si te diera un documento firmado; podías creerle sin sombra de duda.
Censo no era de hacer mimos, a lo sumo un manotazo torpe en la cabeza, o cargarme con un brazo cerca de su pecho si me cansaba de caminar. (Las piernas de tres años no tienen mucha resistencia…)
Y un día decidió que era tiempo de que aprendiera a montar.
Siguiendo la costumbre que se inició con mis hermanos, me presentó a la Guacha, su yegua, que me enseñaría (ella a mí) a montar a caballo.

La Guacha
La Guacha era una yegua blanca, con ojos alargados y dulces, compañera de trabajo de mi abuelo, vehículo y profesora de equitación de los nietos.
En ella aprendimos a cabalgar todos, y era tan noble que nos perdonó todos los errores posibles en una escuela de jinetes, hasta nos perdonó inventar errores nuevos…
Podíamos pasear entre sus patas traseras o delanteras, caminar debajo de su morro cuando nuestra altura no llegaba más arriba, pasear detrás de su cola (sin que ella osara espantarse las moscas, por miedo a pegarnos con la cola), montarla ensillada o en pelo, de a uno, o de a tres nietos a la vez, pilotearla con las riendas, las crines, o dejarla andar en piloto automático; ella siempre sabía dónde había que llevarnos.
Y lo más genial, era que se quedaba quietita cuando la parábamos al lado del alambrado, mientras trepábamos primero a un banquito de tronco, después al alambre, luego al poste, y por fin a su lomo, como en mi caso, que la subí por primera vez con tres años. Desde mi altura era como subir al piso diez de un edificio.
Y no solo eso: era tan fenómena la Guacha, que si subíamos por un lado y caíamos como bolsa de papas por el otro, ella inmóvil.
Si acaso la caída se producía en medio de un trote, ella se detenía por completo al lado del caído mientras este se masajeaba el huesito dulce, recomponía el orgullo machucado y juntaba coraje para treparse de nuevo.
Recuerdo que tuvo la delicadeza de caminar casi sin mover sus ancas mientras me llevaba encima, porque mis piernas eran tan cortitas que fácilmente me habría caído de costado por no tener cómo afirmar los talones en torno a su panza.
Un día mi madre descubrió mi fuga de la siesta y salió al campo buscándome ansiosa, llamándome a los gritos… (Las madres siempre pensamos lo peor y nos olvidamos de que alguna vez también fuimos niña, y los abuelos mágicos nos protegían de todo mal.)
Cuando nos vio venir a lo lejos, el abuelo, con la Guacha de tiro, y yo muy oronda aferrada a sus crines, montada en pelo, grito escandalizada… «¡¡¡Papito, la niña!!!»
La respuesta serena de mi abuelo fue: «Tranquila m’ija, déjela que se haga hombre».
Los niños son siempre sabios, así que no hará falta que les explique que mi abuelo no quiso decir que esperaba que yo me «hiciera varón»: lo aclaro por si este cuento lo lee un adulto que, por lo general, complican lo simple. Mi abuelo quiso decir que tenía que crecer sin miedo. Fue de las cosas más valiosas que me dejó.
La Guacha murió viejita… me hubiera gustado que no muriera nunca o, si era obligación morir, que lo hiciera durmiendo, como merecía un animal tan amado por nosotros y tan generoso… pero no fue así. Igual estoy segura que se encuentra en el paraíso de los caballos, paseando a los niños que aún no han elegido qué padres quieren tener en esta vida.
Se ahogó en el arroyo cuando sus patas delanteras quedaron atrapadas en el barro de la orilla, mientras bebía agua…
Cuando notamos su falta dijo simplemente: «murió». Las explicaciones vinieron muchos años después, y cuando supimos la noticia se nos apretó la garganta a todos, nadie pudo decirle adiós. Ningún niño viene preparado para separarse de los que ama, así que aprovecho a avisarle a algún padre que me lea, que no olvide charlar con sus hijos sobre las despedidas, y que prepare a sus niños para disfrutar de sus amores y para guardar amorosamente en su corazón los recuerdos que un día querrán compartir con sus propios hijos.
Esos recuerdos, sirven para darles vida otra vez a los que se fueron, como hago yo con mis abuelos y con la Guacha.

Domador de perros
Censo tenia una fama impresionante en su comunidad rural, fama que se ganó con sus muchas hazañas y una personalidad firme y honorable.
Todo el mundo sabía que era un tipo confiable, trabajador como pocos, sabio como la gran mayoría de los hombres de campo, y con habilidades increíbles para las cosas mas variadas: tanto te predecía el clima como el sexo de un bebé, y merece un capítulo aparte su habilidad para tratar con los animales.
Durante años empleó un toro bravo para arar el campo, hasta que en un descuido el animal lo corneó y lo hizo caer al suelo… cuando todos dudaban que sobreviviera a las embestidas del toro, a mazazos entre las guampas hizo retroceder a la bestia, y logró ponerse en pie y volver a casa, con varias costillas fracturadas.
Los vecinos de varias hectáreas a la redonda le traían los perros más fieros cuando resolvían que no había salvación para ellos: o se los llevaban a Censo o había que «ponerlos a dormir», porque ya habían mordido y representaban un grave peligro para niños y adultos…
En el campo, en aquellos años (yo nací en 1967, les hablo de hace un buen tiempo) no se veían muchos perros de razas exóticas por nuestros pagos: lo más común era ver cimarrones, algún pastor alemán o la cruza de ambos, que no dejaba de ser bastante temible. Y desde luego, el clásico perro terbal (perro de terreno baldío, como se les dice ahora a los perros callejeros).
Así que dos por tres llegábamos para una estadía en lo del abuelo y nos encontrábamos un nuevo perro guardián en plena etapa de recuperación. Por lo general el perro permanecía atado durante su periodo de reeducación, con una correa de extensión razonable, cerca de sus recipientes de agua y comida y de la caseta construida especialmente para resguardarlo de la intemperie.
Nuestras órdenes eran de NO acercarnos al animal hasta que el abuelo no considerara que el mismo era capaz de convivir con la familia.
Claro que en esa época no existían los encantadores de perros, ni ninguna otra técnica moderna para recuperar un animal agresivo; mi abuelo Censo se las ingeniaba con un método exclusivo que mezclaba los principios de la domesticación de El Principito (si no lo leyeron ¿qué están esperando?), algún correctivo especifico y la repetición de rutinas diarias, que empezaban a darle al perro una especie de sentido del orden, de hogar y de pertenencia… hasta que un día cualquiera veías a la «bestia salvaje» que otro gaucho había traído unos meses atrás como caso perdido, trotar mansamente detrás de los caballos mientras recorríamos el campo, o volver sumisamente cuando terminaba la jornada, siguiendo a mi abuelo que se arrimaba a paso fatigado al galpón para quitarse las botas, refrescarse y entrar en casa para la cena.

La partida de la Hechicera
De mi abuelo ya les he contado bastante como para que imaginen el personaje: les aseguro que fui lo más franca posible al contarles el hombre que fue y la huella que dejo en mí.
Pero no estaría siendo justa si no reconstruyera también algunos retazos de la vida de Tita, la Hechicera, mi abuela.
Como ya les conté, mi abuela era un sol.
Tita era una abreviatura de Justita, y su nombre verdadero era Justa Romana.
Ahora que miro su vida a la distancia, pienso que para un rudo como mi abuelo, el universo no podía haber elegido nada más apropiado que una flor como ella. Mis recuerdos de mi abuela son pocos y de incalculable valor (como ocurre con los diamantes y los rubíes, que son piedras valiosas, escasas, y muy deseadas).
Esto se debe a que la Hechicera se fue muy joven, 16 años tenía yo cuando ella partió, y ella pasó varios de esos años en hospitales por diversas fallas en su organismo; ahora entiendo que era un alma casi perfecta, que ya tenía muy poco para aprender en este mundo y por ello tuvo prisa en partir… Pero eso, es otra historia.
Prefiero sacar de mi cofre de tesoros la imagen de la Tita que yo ame, aquella de piel de porcelana, pecho generoso y perfume a madreselvas. Quiero acariciar su recuerdo, y colocarlo ante ustedes para que la disfruten como lo hice yo…
Mi abuelita tenía manos de princesa (perfectamente manicuradas y esmaltadas) y con esas mismas manos le torcía el cuello a un pollo mientras lo preparaba para agregarlo al tuco… (¡¡¡Y qué tucos hacía!!!)
Era la mujer de los contrastes, la de los bizcochitos de anís caseros, y la que se sentaba a preguntarme qué me pasaba cuando el único indicio de que me pasaba algo, era mi silencio. Su voz suave y melodiosa te entraba en el cerebro como notitas de oro bien afinadas, sin dejar de ser práctica y moderna, como una ejecutiva del siglo veintiuno.
Era la que me curaba el empacho rezando bajito unas oraciones que solo ella sabía… Fue ella la primera que me preguntó si me gustaba algún niño del colegio. A ella le conté, antes que a nadie, que me moría de amor por un nene que nunca me dio la más mínima bolilla. Y ojo, que los primeros amores de un niño son asunto serio.
Y fue ella la que aconsejó a mi madre que se aproximara, y conversar del tema conmigo, porque yo estaba sufriendo por mi primer amor: también la hizo prometerle que jamás me diría que había sido ella quien le había contado mis confidencias, con intención de consolarme.
La Hechicera le servía el vino al abuelo, y si por casualidad se olvidaba, al final del almuerzo el abuelo decía: «Hoy yo no tomé vino», con cara de pollo mojado.
Y cuando ella le preguntaba «¿por qué?»
Él respondía: «Porque no me serviste».
Aunque la jarra y el vaso siempre estaban en la mesa.
Era como si nadie pudiera hacer en la casa las cosas simples que ella, con su gracia especial, convertía en actos de amor.
Mi abuela tejía colchas de crochet de millares de colores y decoraba las paredes con cuadritos que hacía con repasadores estampados y marcos de madera. Mi abuela me acariciaba la cabeza cuando la apoyaba en su falda hasta que me venia un sueño de plomo, y me despertaba de mañana con la promesa de aprender mil secretos femeninos.
La Hechicera me hacía acuerdo de que me sentara con las piernas juntas cuando llevaba pollera, cerrar la boca mientras masticaba, y no sostener mi cabeza en la mesa, porque no corría riesgo de caérseme.
Mi Abuelita, nos dejo temprano, un día fue al hospital y ya no volvió.
Mi madre y sus hermanos realmente sufrieron su partida, pero quienes jamás se acostumbraron a su ausencia fuimos el abuelo y yo.
Creo que con ella se fue gran parte de su fuerza, como un Sansón al que le cortaran la melena.

Epílogo
Les confieso que tengo mis días, en esos los extraño hasta que me duele el pecho.
Me gustaría volver a verlos, solo para sentarme en medio de ellos a ver el atardecer en el campo, a escuchar el silencio matizado por el grito de algún teruteru, y dejar que una paz perfecta me llenara el cuerpo de calor y me hiciera sentir a salvo como cuando niña.
Mentiría si no admito me gustaría que mi hija, Naiara, los hubiera conocido, que hubiera aprendido a cabalgar en la Guacha, y que conociera la felicidad de tener la naturaleza entera para descubrir. Por fortuna, mi hija también tiene unos abuelos maravillosos, ojalá pudiera pasar más tiempo con ellos.
A veces vivir nosotros en la ciudad y ellos en el pueblo es una lata.
Por eso, niños, disfruten a sus abuelos: son las personas más especiales de la familia, porque combinan la sabiduría de su larga vida con la paciencia de quien ya no tiene tanta prisa por llegar a ninguna parte.
Y, sobre todo, son las personas más cercanas a volver a ser niños; lo entenderán mejor cuando crezcan. El secreto es que si pasan más tiempo con los abuelos y la naturaleza necesitarán menos juguetes para ser felices, y serán mucho mas listos que la mayoría.
Los abuelos, si uno les presta atención, siempre son mágicos, no importa si viven en el campo, la ciudad o la selva.
Espero que hayan disfrutado estos pequeños recuerdos de mis abuelos, porque yo disfruté mucho compartirlos con ustedes.

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