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Concurso de cuentos de abuelas y abuelos para nietos, «Cuando yo era chico»

Generales

Autor: Jorge Cancela

Ilustrador: Pablo Londero

Olimpíadas en el paraíso.

10 de agosto de 2018

Hoy le di dos besos a una de las fotos que aún guardo de Marisa. Uno en cada mejilla. Me abrigó un recuerdo en el que ella me decía que me iba a extrañar. Como hacía cada vez que me iba de viaje. Te voy a extrañar. No es que no se diera cuenta que para ella mis viajes sólo duraban tres minutos. Ella lo sabía muy bien, pero también sabía que para mí duraban bastante más tiempo, días, semanas o incluso meses. Yo sí la iba a extrañar. Eran los pormenores de viajar en el tiempo.

11 de agosto de 2018

Por motivos climáticos ayer no pude emprender el viaje. Acabo de preparar el traje y, cuando esté listo dentro de una hora comenzará la que quizás sea mi última misión en el tiempo. Probablemente la Comisión Investigadora me quite mi cargo y mi licencia después de hoy por violar la primera de las normas descritas en nuestro manual:
NO UTILIZAR EL TRAJE DEL TIEMPO PARA VIAJES CON MOTIVACIÓN PERSONAL, DE PLACER O RECREACIÓN.
La verdad es que ya no me interesa. Viajaré al año 1963 aunque implique perder mi trabajo.

La fecha que elegí para mi destino fue el 5 de enero de 1963. Recuerdo ese día porque, además de ser el cumpleaños de la más chica de mis hermanas, el club del barrio organizaba el evento anual que todos más esperábamos: Las Olimpiadas. Todos, sin excepción, nos despertábamos ese radiante día de verano con una actitud distinta. El aire parecía más liviano, y el sol era el espectador más privilegiado. Bien temprano en la mañana el barrio se reunía en el club para dar comienzo a las actividades que se realizarían dentro del propio club, en las canchas que lo rodeaban y en el lago. Había actividades para todas las edades: ping-pong, futbolito, truco, fútbol, básquetbol, voleibol, natación, clavados, carreras de botes, y carreras de 100 metros.

5 de enero de 1963 – 3:15 a.m.

El viaje estuvo bastante tranquilo, sin percances. Como decreta el manual, busqué (en mi memoria) un lugar alejado y despejado para establecer las coordenadas de mi descenso. Recordaba este lugar detrás del bosque al que solíamos ir a jugar a la pelota cuando “los grandes” ocupaban la cancha del club. Casi una hectárea de terreno despejado, que años más tarde fue dividido y vendido a familias que instalaron sus hogares allí. Protegido por el bosque y por los médanos, era el lugar perfecto para aterrizar sin ser visto. Para mayor seguridad planifiqué mi descenso para las 3 a.m.
Inmediatamente después del aterrizaje me quité el traje y busqué un lugar cómodo en el bosque para permanecer escondido un par de horas hasta que amaneciera y el barrio se despertara en el día más esperado del año.
A mis 65 años la memoria ya llevaba años fallando, pero aún recordaba cada rincón del bosque. También recordaba cada arruga en el rostro de Marisa, recordaba el día en que mi hija Sara comenzó la escuela, nunca me olvidaba de llamarla los domingos, y jamás olvidaría aquel verano de 1963.

Creo que lo que más extrañaba de esa época eran los baños en el lago. Con los años se fue transformando. Víctima del descuido, la contaminación y la basura, el lago que para nosotros era una gran piscina perdió su encanto. Pero tuvimos la suerte de disfrutarlo al máximo en su momento de esplendor. Nos pasábamos el día entero nadando, jugando guerras de agua, saltando desde un trampolín que habían colocado. Algunas veces, cuando hacía mucho calor, nuestras madres o padres se aparecían a la hora del almuerzo con viandas de comida y botellas de agua, porque sabían que no querríamos ir a casa.

5 de enero de 1963 – 8:00 a.m.

Pasé algunas horas en el bosque refugiado en el pequeño campamento que había armado. A las 8 y cuarto, después de haber dormido un par de horas, decidí bajar a la playa por un sendero natural que encontramos un verano explorando con mi hermano. Tuve que sortear varios obstáculos, pasar por debajo de varias ramas, trepar una pendiente que de niño solía ser bastante complicada, girar hacia un lado, pasar por encima del tronco de un eucaliptus caído, hasta que por fin la tierra comenzó a convertirse en arena y la vegetación cesó casi de golpe. Me quité los zapatos para sentir la arena acariciándome los pies, y después de trepar un médano mis pulmones se inflaron como dos globos aerostáticos que me elevaron hasta ver el mar. Allí con los pies descalzos sobre el suelo y el aroma a mar recorriendo mis venas me invadieron los recuerdos y sentí por primera vez en mucho tiempo el calor del hogar. Corrí hacia el agua mientras me quitaba casi toda la ropa, y nadé como un náufrago que está llegando a la orilla.
Me apuré a secarme para volver a vestirme y dirigirme al club. No quería perderme los primeros preparativos para la fiesta.

Con el corazón precipitado y doscientas mariposas jugando a la mancha en mi estómago recorrí las cinco cuadras que me separaban del club. Pasé por la casa de dos pisos de los Alonso, todavía con las cortinas de madera cerradas. El enorme ombú que te recibía al frente de la casa ahora no parecía tan grande. Ahí vivía Tato, uno de mis amigos de la infancia, y recordé las innumerables ocasiones que nos trepamos al viejo árbol después de la caída del sol para escondernos de nuestros padres.
Unos metros más adelante vivía Sonia, la peluquera del barrio y madre soltera. Al pasar frente a su casa me asaltó un aroma que me despertó el apetito. Me vino a la mente una imagen de la mesa de comidas que servían en el club cuando se realizaba algún evento, y sobre todo recordé mi comida favorita de toda la mesa, la pascualina. A la hora del almuerzo, después de haber pasado la mañana corriendo, nadando, jugando al fútbol, solíamos correr desesperados cuando servían la comida y la vaciábamos en unos minutos. “Despacio”, protestaban nuestros padres, pero no se quedaban atrás y todos satisfacían su apetencia entre bromas y alguna que otra anécdota. Al terminar de almorzar, alguno de los “grandes” interrumpía las charlas y al grito de “¡Un aplauso para las cocineras y los cocineros!”, el gran salón principal del club se inundaba de aplausos mientras los vitoreados agradecían con una sonrisa. Sonia, la peluquera, solía ponerse muy colorada casi al punto de llorar cuando llegaba este momento. Era muy vergonzosa, pero todos sabíamos que la emocionaba recibir esta clase de reconocimiento después de haber hecho el esfuerzo de preparar gran parte de las comidas que se ofrecían en la mesa. En especial la pascualina.
El sonido de un timbre de bicicleta me trajo de nuevo al “presente”. Un niño y una niña pasaron por mi lado a gran velocidad levantando tierra y riendo a carcajadas. “¡El que llegue primero al lago gana!”, dijo el que lideraba la carrera. No reconocí a los niños; quizás los conociera, pero no pretendía recordar todos los rostros después de tanto tiempo. Me despedí por un rato del aroma a comida y continué mi marcha.
Pasé por varias casas que no reconocí en mi memoria. Casi la mitad de las casas del barrio estaban habitadas por familias que vivían allí todo el año. La otra mitad se repartía entre las casas de veraneo de familias que las ocupaban los tres meses del verano, y otras que se alquilaban por quincena o por mes. Esto provocaba que la mayor parte del año muchas de las casas se encontraran vacías, y el barrio más sereno. Los que vivíamos en este paraíso disfrutábamos ambos momentos. Lejos de sentirnos invadidos, el verano nos invitaba a ser huéspedes y recibíamos a los visitantes ansiosos.

Con los pelos aún húmedos crucé el portón del club, atravesé el pequeño parque con juegos y me paré en la puerta de entrada. Giré mi cuello y miré sobre mi hombro recorriendo el paisaje y las cinco calles que desembocaban allí. En todas direcciones se veían familias, niños, ancianos, adolescentes que se preparaban y avanzaban hacia el club. Giré mi cabeza hacia el otro lado y vi el lago, a solo un par de cuadras, brillante como un espejo del cielo. Oí que me llamaba, pero no le hice caso, prefería esperar un rato, retrasar un poco el reencuentro.
Crucé la puerta de entrada y me abrazó el gran salón del club, con sus amplios y altos ventanales, sus pisos de cerámicas rojas y amarillas, su techo alto y firme. Contra el ventanal mayor habían dispuesto una mesa de viejos caballetes que servía de mostrador para recibir a quienes se hubieran anotado para participar en las distintas actividades de las Olimpiadas. Allí les entregaban un cartón que indicaba en negro el número asignado al participante. El color del cartón representaba la disciplina en la que iban a competir.
En el otro extremo, varias personas preparaban los materiales que se necesitaban: pelotas de distintos tipos, cuerdas, botes inflables, paletas de ping-pong, redes, chalecos de colores que identificaban a los jueces, y montones de elementos más que no alcanzaba a distinguir porque estaban guardados en grandes bolsas de tela. Al instante reconocí a López, el encargado del club, más gordo de lo que lo recordaba. Su barba frondosa no lograba ocultar la enorme sonrisa que llevaba ese día. Quien lo haya conocido en esa época jamás hubiera podido pronosticar la tremenda depresión que una década más tarde lo azotó luego del fallecimiento de su esposa. Acabó sumergido en el alcohol y se comentaba que lo habían visto mendigando por distintos barrios, hasta que no se lo vio más.
Me acerqué a la mesa de recepción y una mujer de unos sesenta años que me resultaba muy familiar me dio los buenos días. En seguida reconocí el sonido aterciopelado de su voz. Era la abuela de Tato. Le devolví el saludo y le pregunté si estaba a tiempo de inscribirme para participar en alguna disciplina.
–Me dijeron que estuvieron recibiendo inscripciones toda la semana hasta ayer. –dije y me lamenté –Es una lástima, porque recién llegué anoche.
La abuela de Tato miró a un hombre que estaba sentado a su lado, este frunció los labios y levantó ambos hombros como diciendo “No me preguntes, no tengo idea”.
–Dejame ver una cosa –me dijo la señora mientras revisaba unas hojas que tenía entre sus manos. –¿A qué disciplina le gustaría anotarse?
–Ping-pong –le respondí.
–Bueno, estás de suerte. Se supone que ya no tomamos inscripciones, pero como tenemos un número impar de anotados al ping-pong te voy a agregar así completamos la grilla.
La abuela de Tato me guiñó el ojo y provocó que se me escapara una carcajada bastante ruidosa. Los dos que estaban en la mesa me miraron y rieron mientras el hombre la pasaba a la abuela dos hojas engrampadas.
–Decime… ¿nombre? –me preguntó mirándome por encima de sus gafas diminutas.

25 de diciembre de 2006

–¡Pahhhh! –gritó Seba agarrándose la cabeza al ver una gran mesa de ping-pong azul armada en el living de la casa.
Mi nieto cumplía diez años esa navidad, y solíamos hacerle buenos regalos para cubrir ambas ocasiones especiales. Mientras Seba desenvolvía eufórico una caja que contenía cuatro paletas y dos pelotas amarillas, mi hija me apartó y me dijo con voz suave y cómplice: “¡Qué regalito Papá Noel!”.
–¿Jugás abuelo? –me preguntó Seba con una sonrisa de oreja a oreja.
–Claro –le respondí –. Pero tené cuidado, mirá que yo a tu edad fui campeón de ping-pong en las olimpiadas del barrio.

Ya inscripto en la grilla decidí acercarme al grupo que preparaba los materiales de deporte. Les expliqué que no me encontraba en la lista de voluntarios porque había llegado la noche anterior, pero que tenía muchas ganas de ayudar. López, el encargado del club, me dio la mano y la bienvenida, y me pidió que llevara los botes inflables al lago y se los entregara a un tal Gustavo, quien se encargaría de prepararlos.
Era mi momento para darme un chapuzón en el lago. Me disculpé para ir a los vestuarios y allí me cambié los pantalones por unos shorts de baño.
–Aprovecho para meterme un rato al agua –le dije a López mientras recogía varios botes a la vez.

Al aproximarme al lago vi a Gustavo acomodando unas cuerdas cerca del trampolín y me acerqué a el. Lo recordaba porque los sábados daba clases de básquetbol en el club, a las que asistí un par de años.
–¿Gustavo? –le pregunté para disimular.
Me saludó y me señaló una lona que habían extendido en el pasto a orillas del lago para evitar que los botes se pincharan al apoyarlos sobre el suelo.
El lago me llamaba a gritos; me excusé con Gustavo, me saqué la remera y los zapatos y me lancé al agua desde el trampolín. Esa zona no era muy profunda, pero la última vez que había estado allí no daba pie. Ahora el agua me cubría la mitad del pecho y nadé con la piel exaltada.

Cuando regresé al club ya estaba repleto de gente. Muchos hacían fila frente a la mesa de recepción para retirar su número de participante. Otros consultaban la pizarra para saber contra quiénes le tocaría competir y en qué orden. Me dediqué unos minutos a quedarme parado disfrutando como espectador de la fiesta que se estaba desarrollando.
Cuando me disponía a retirar mi número de participante, una risa que tenía tatuada en el cerebro me sacudió el piso. Giré la cabeza y se me estremecieron los huesos. Vi a un hombre inmenso, con los brazos como palas mecánicas, las manos del tamaño sartenes, los cabellos color arena y los ojos casi cerrados de sonreír. Iba acompañado de una mujer más bien petisa, hermosa, que traía un paquete que parecía una torta.
Mis viejos.
A duras penas me aguanté las ganas de salir corriendo y abrazarlos. Desde el primer momento tuve muy presente la segunda norma de nuestro manual:
CUALQUIER CAMBIO QUE SE PROVOQUE AL TRANSCURSO DE LA HISTORIA PUEDE CAUSAR SERIAS CONSECUENCIAS EN EL FUTURO.

Afuera, algunas actividades ya estaban comenzando. Algunos jugaban al básquetbol para entrar en calor. Los voluntarios terminaban de hacer los últimos aprontes en las canchas de fútbol y voleibol.
Seguramente mi versión de niño estaría ya en el lago esperando a que comenzaran las competiciones que allí se realizaban. Recuerdo que ese año, además de ser campeón de ping-pong, participé en las carreras de botes y en los 100 metros. Como las partidas de ping-pong se realizarían después del almuerzo, decidí volver al lago a presenciar las carreras y los clavados.
Apenas llegué, Gustavo me hizo una seña con la mano para que me acercara y me pidió que revisara que los botes estuvieran todos bien inflados y que ninguno perdiera aire. Acepté la tarea con agrado y comencé a revisar uno a uno los botes.
Mientras lo hacía, las pocas nubes que había en el cielo se escaparon y el sol incidió radiante sobre mis hombros. Llamé a Gustavo y le pregunté si le parecía bien que moviéramos los botes a la sombra de algún árbol para que no perdieran aire al ser calentados por el sol. Estuvo de acuerdo, y tomando cada uno una punta de la lona la arrastramos unos metros hasta que los botes quedaron protegidos bajo la sombra de un anacahuita. El aroma dulce y mentolado de las bayas me transportó a las incontables tardes que pasamos bajo ese árbol, incluso a veces comiendo sus frutos.
El sonido de un estallido acuático me llamó la atención. Varios niños se estaban tirando del trampolín y aterrizaban en el agua haciendo distintas piruetas, algunos con más habilidad que otros. Entre los que estaban en el agua me vi a mi mismo con el pelo aplastado a la cabeza y una sonrisa que delataba la falta de uno de los incisivos laterales. También estaba mi hermana, que cumplía años ese día y se movía en el agua como un pez.

A la deriva.
Después de pasarme la mañana en el lago como espectador de las competencias, llegó la hora del almuerzo. Aunque no lo había notado, mi estómago pedía combustible hacía un par de horas. Apareció Mirtha, maestra de la escuela, haciendo sonar la misma campana pequeña que utilizaba para dar fin al recreo los días de clases. En este caso, la campanilla provocaba alegría a los niños, que estaban hambrientos después de una mañana agitada.
El lago y las canchas se vaciaron, y el salón principal del club se atestó de gente. Habían preparado una mesa, también con caballetes, y encima habían colocado numerosas bandejas con abundante comida. Tortas de fiambre, pizza, tortas dulces, sándwiches, ojitos, tartas saladas de distintas clases, y, mi favorita, pascualina. Hice la fila y cuando llegó mi turno le pedí una porción a la mujer que estaba encargada de entregar los pedidos.
–¡Se va la última porción! –me dijo.
Varios en la fila protestaron, al parecer también fanáticos de la pascualina, pero una voz aguda se destacaba. Un par de metros más atrás estaba yo-de-niño pataleando por haberme quedado sin mi comida favorita de la mesa. Sin dudarlo pasé junto a mi versión de niño y me entregué la porción de pascualina aún sin probar. Nos miramos unos instantes y entre lágrimas me dije “Gracias” a la vez que aceptaba el obsequio. Seguí de largo y me ubiqué al final de la fila.

Media hora más tarde, mientras todos esperábamos que bajara un poco la comida para continuar con las actividades, algunos niños ya se habían dispersado en las inmediaciones del club para pasar el rato. Yo estaba tirado bajo la sombra de unos arbustos descansando, cuando escuché un revuelo que provenía del club. Vi que varios salían corriendo y me levanté. Al acercarme escuché que unas personas decían que algo había pasado en el lago.
Corrí yo también, y en el camino un recuerdo emergió a la superficie como un corcho que estaba atrapado bajo el agua. Bajé la marcha y continué con calma hacia el lago. Sabía lo que estaba pasando.
Recordé que ese día, mientras todos terminaban de almorzar, Tato y yo decidimos escaparnos al lago a pasear en bote, sin las restricciones que los adultos nos imponían. Elegimos un bote, un par de remos y nos lanzamos al lago.
Después del mediodía se había levantado un viento bastante intenso que aún persistía, sobre todo en las cercanías del lago. Tato y yo comenzamos a remar y la orilla se alejó cada vez más. Sin darnos cuenta llegamos casi a la mitad del lago que parecía inmenso desde allí. Tato comenzó a sentirse mareado y trató de bajarse del bote. Al darse cuenta de que no daba pie se asustó y volvió a subir. Al tiempo me enteré que el lago alcanzaba una profundidad de más de siete metros en algunas zonas. Entre los dos intentamos remar para volver a la orilla pero nuestros esfuerzos eran en vano. No lográbamos vencer el viento.

Cuando llegué al lago, un par de decenas de personas se habían congregado en la orilla preocupadas por la situación. Varios adultos discutían acerca de cuál era la mejor opción para rescatarnos a Tato y a mí. Sería muy peligroso que alguien fuera a buscarnos nadando. Cuando estaban a punto de lanzar un bote al agua, apareció un hombre de una frondosa barba blanca y piel curtida, que insistió en traer un bote a motor que tenía aparcado en la casa que estaba alquilando a solo tres cuadras de allí.

El hombre de barba nos lanzó una cuerda al bote y nos pidió que la sujetáramos con todas nuestras fuerzas. Fuimos remolcados hacia la orilla y lo único que pensé durante el lento viaje era en el rezongo que recibiría. Pero cuando llegamos, mi madre con lágrimas en los ojos se me acercó y me abrazo muy fuerte. Ambos nos miramos a los ojos y eso me bastó para entender que no estaba bien lo que había hecho.
–Un niño muy valiente –le dijo el hombre de barba a mi madre, que a los diez minutos ya había olvidado el incidente.
Mirtha volvió a aparecer, esta vez para llamar a los inscriptos en ping-pong. Las actividades se reanudaban.

11 de agosto de 2018

De vuelta al presente, repasé todo lo vivido ese día. Los rostros que recordaba y los que ya se habían escapado de mi memoria. Las calles, los aromas, el aire. Mis viejos. La sencillez de la vida, de la infancia. Si tenías championes nuevos, o estaban todos agujereados era invisible a nuestros ojos. Si tenías televisión o tus padres llegaban apenas a cubrir los gastos del mes nos era completamente indiferente.
Marisa me miraba desde el portarretratos de la mesita de luz. Me recosté en la cama, cerré los ojos, y pensé en que ni el Traje del tiempo podía hacernos volver atrás.

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