Autor:
Ilustrador: Nicolás Cabrera
La Bruja del cañaveral
Juan, Víctor y Julio eran tres niños y nunca olvidaremos el día en que las lechiguanas persiguieron y picaron a Juan, aunque hayan pasado más de 50 años. La historia de ese día nos lleva a una olvidada zona rural, donde el vecino más cercano estaba a no menos de una legua, y las familias vivían en sus granjas, rodeadas de gallinas, patos y conejos.
Los niños habían crecido junto a un arroyo y su monte, allí pasaban sus tardes persiguiendo apereás. Conocían de palmo a palmo cada lugar, a los pájaros por su canto y plumaje, a cada piedra de las tantas, que eran bañadas por las cascadas rodeadas de helechos y calagualas, donde bebían agua fresquita y se reflejaban los arcoíris en los días de lluvia.
Solo había un sitio en todo los alrededores al que tenían prohibido entrar, y ese lugar era un cañaveral añoso, tan espeso y cerrado que hacia dentro parecía noche. Tenía un caminito angosto que se perdía en las penumbras y sabían por los comentarios de sus mayores que llevaba al rancho de la bruja.
Decían que esta mujer a la que llamaban bruja, era una anciana arrugadísima con una nariz muy fea con verrugas, que tenia el cabello gris, que su cabeza se prolongaba en una larga trenza que le llegaba casi a los tobillos. Vestía de forma harapienta y las aves que rodeaban su rancho eran lechuzas y cuervos y que tenía un estanque lleno de horribles sapos con los cuales se alimentaba.
Mucha gente la había visto ir al monte del arroyo en noches de luna llena a juntar yuyos para sus pócimas y hechizos, sintiendo terror al ver su figura esquelética y desgarbada.
Ellos se imaginaban a la bruja aun más monstruosa pues nunca la habían podido ver. Una vez quisieron espiar su rancho y tuvieron que huir despavoridos cuando tres cuervos que revoloteaban arriba del rancho hicieron espeluznantes graznidos.
En cada fogón se contaban historias que ponían los pelos de punta, pero los chicos cuando iban al monte se olvidaban de estos relatos folklóricos y solo disfrutaban de los tesoros que guardaba el arroyo para ellos. En verano pescaban bogas y mojarritas plateadas, se bañaban y divertían de lo lindo, saboreaban frutos como la amarilla y dulce semilla del tala, la jugosa fruta del burucuyá y en primavera volvían con la boca colorada de comer pitangas.
El día en que sucedió aquella tragedia, el sol ya se desplomaba sobre el monte haciendo las sombras cada vez más largas. Sobre el oriente, comenzaba a asomar una inmensa luna en fase llena. Estaban apurando su paso de regreso a sus casas pero parecía haber estado escrito el encontrarse con un camuatí de lechiguanas en el camino. Las lechiguanas son avispas pequeñas que aunque tienen fama de furiosas, producen una dulcísima miel.
Rompieron con un palo el camoatí que estaba en el tronco de una chilca pensando darse la fiesta hurtando los panales chorreando miel. Esta era la idea, sacar los panales arrojarlos lejos y cuando las avispas quisieran darse cuenta huir con ellos. Fue tan mala la suerte que toda la furia de la colmena se arrojó sobre ellos. Fueron tantas que tuvieron que huir desesperados y sin rumbo, a un solo grito, entre las penumbras. La luz de la luna hacía que todo fuera más fantasmal. Cada arbusto era como un monstruo que también los perseguía.
Ni en la más fea pesadilla habían vivido tanto terror. Los habitantes del monte estaban inquietos, algunas aves agitaban sus alas, las lechuzas revoloteaban lanzando sus lúgubres chistidos al aire, en el agua del arroyo sapos y ranas como en una fúnebre orquesta ponían música de fondo al miedo. Qué caro iban a pagar la tentación de romper la lechiguana para robarles la miel dejando que los agarrara la noche en el monte.
Cuando lograron encontrarse Víctor y Julio comenzaron a buscar a Juan. Haciendo de tripas corazón, se hicieron de coraje para empezar a gritar su nombre y emprender presurosos el regreso.
Cerquita de donde estaba el camuatí, lo encontraron caído en el pasto con la cara deformada de una manera horrible, las picaduras se le habían puesto coloradas he hincharon todo su cuerpo.
A Juan casi no se le veían los ojos y casi no podía respirar, se miraron desconcertados sin saber que hacer y sospechaban que si no hacían algo pronto sucedería una tragedia.
Una mujer salió de la espesura del monte apareciendo casi de la nada, vestía camisa a cuadros, un ancho pantalón azul que sostenía con un cinturón de cuero crudo del cual colgaba un cuchillo de monte y calzaba unas gastadas botas de cuero. En forma decidida cargó en sus brazos a Juan haciendo una seña para que la siguieran. Como estaban tan asustados por lo que le pasaba al más pequeño de los tres, ni se les ocurrió pensar quien sería esta mujer y la siguieron, aceptando su ayuda.
La mujer les inspiró confianza, no tenían otra opción y no estaban en condiciones de rechazar la ayuda que les ofrecía. Al fin y al cabo estaban solos en el monte. Muertos de miedo, escuchando los quejidos de Juan iban detrás de aquella misteriosa mujer que sin pronunciar palabras y caminando rápidamente dejó el monte para internarse en el cañaveral, tomando el angosto camino que llevaba al rancho de la bruja.
Con el susto, ni cuenta se dieron de cuanto tiempo caminaron, corrieron y se tropezaron hasta llegar al lugar. Ya en el rancho, la mujer puso al niño en un catre, sobre unas mantas, colgó el cuchillo que traía en su cinto en un clavo detrás de la puerta y encendió un candil, cuya luz comenzó a dibujar la escena. La mujer se dirigió a un estante en la pared, era una tabla rústica que colgaba de unos alambres atados a los tirantes del techo de paja. El rancho era de terrón y piso de tierra. En la habitación había escasos muebles, el catre, el estante, una silla y una vieja mesa donde la mujer empezó a mezclar menjunjes que tenía en frascos prolijamente ordenados sobre el estante.
Con pocas palabras les dijo que no tuvieran miedo que ella curaba y enseguida comenzó a aplicarle un ungüento de color negruzco, que poca confianza les daba. La mujer se sentó en la orilla del catre sin quitar los ojos de Juan y acarició su revuelto cabello.
Pasó un tiempo que se hizo eterno, Juan dejó de quejarse y notaron que se estaba deshinchando, Víctor y Julio miraron a la mujer sin saber que decir, ella sonrió y entonces se dieron cuenta que no tenía aspecto de bruja, su cabello era negro y lo tenía recogido en un moño que dejaba ver su cara y sus ojos melancólicos.
Hoy Juan, Víctor y Julio ya son abuelos y a pesar de que las avispas no dejaron marcas, aquella noche en el rancho del cañaveral sí marcó sus vidas.