Autor: Mario González Sobera
Ilustradores: Gonzalo Grandal y Carlos Alonso.
Una cáscara de nuez me regaló un abuelo.
Alberto era hijo de una familia inmigrante italiana, que llegó a América antes del 900.
Si bien el destino era la Patagonia, una avería hizo que el barco recalara en las costas uruguayas y que él naciera a orillas del Mataojo, en Lavalleja.
Su humilde familia, con ahínco se dedicó a trabajar la tierra, sembrándola con una mezcla de tesón, sudor y amor.
Así creció, como labrador; la naturaleza le templó su carácter, haciéndolo retraído, fuerte, de pocas palabras, algo desconfiado pero muy constreñido al trabajo. En aquella época no había tiempo para “perderlo en la Escuela”, había que trabajar para subsistir.
Se casó y tuvo tres hijas. De un segundo matrimonio de la hija mayor nací yo, en Solís de Mataojo, en el hogar grande de los abuelos.
La casa estaba ubicada sobre la calle principal del pueblo, era antigua, con grandes habitaciones y estaba rodeada de árboles frutales, plantas, pájaros y flores.
Por lo general reinaba el silencio, que solo era interrumpido por el paso de la ONDA que iba a Melo y por el voceo de algún vendedor ambulante.
Una parte del ingreso familiar provenía de la venta de frutas y flores, resultado del trabajo de todos.
Al crecer descubrí que algo sucedía entre mi abuelo y yo, que mi corta edad no me permitía entender…
Él era correcto, pero yo no lo sentía cerca, aunque no era extraño a los ojos de los demás dado que era parco en expresar sus sentimientos.
A mis cinco años sucedieron dos pérdidas diferentes, pero significativas para mi vida.
Fallece mi abuela, luego de una larga diabetes y mi padre consigue trabajo en UTE.
Eso hizo que éste estuviera poco en casa, porque se alistó en la cuadrilla que instalaba la red que llevaría la luz a los hogares del interior del país.
Yo comencé la Escuela, con el compromiso de que tendría que tener cero falta y estudiar. Esto pasó a ser una regla de oro de la familia dado que ninguno había podido aprender a leer y escribir; y esto hizo que el vínculo con el abuelo cambiara.
El me pedía ayuda, leer las instrucciones para preparar una pintura, las medidas que había que respetar para construir una estufa a leña, el instructivo de un medicamento, alguna rara carta que el correo traía al hogar…
Fue así que por primera vez en nuestro hogar aparecieran libros. Entre los pocos ejemplares, el Almanaque del Banco de Seguros del Estado ocupaba un sitial de honor para toda la familia, porque nos daba ideas prácticas para la vida cotidiana. Yo leía en voz alta por las noches, sobre todos en las de invierno, alrededor del bracero en medio del silencio familiar.
El segundo privilegiado fue el Catálogo del London París. Luego vinieron los integrantes de la biblioteca escolar y así nos visitaron Morosoli, Serafín J. García, Homero, Cervantes, Benavente, Sánchez y Quiroga, entre otros.
Con mis ahorros, tuve la necesidad e iniciativa de comprarme un Diccionario, así fue que llegó uno Enciclopédico de la lengua castellana editado por SOPENA en el año 58.
Aún conservo este ejemplar, que nos permitió compartir conocimientos generales y ampliar nuestro vocabulario.
Según mi comportamiento, por las tardes mi vida de desarrollaba en la plaza de deportes con mis compañeros. Era nuestro espacio de socialización y diversión.
Por aquella época sucedieron entonces tres hechos que de alguna manera impactaron en nuestras vidas: la radio, el Circo y el Cine.
La magia de ellos atrapó mi atención y quise contagiar a la familia.
La radio, la compró mi abuelo después de muchos ruegos. Era una gran caja de madera, que hubo que conseguir una mesa especial y se la colocó en un sitio privilegiado, en la sala grande, donde la familia al anochecer se concentraba a la hora del mate y del trabajo.
Por las noches yo ayudaba a mi hermana a armar las coronas de flores artificiales para la Empresa fúnebre. No era raro encontrar recortes de hojas y pétalos de colores por aquí; parafina al fuego para encerarlas y alambres recortados por allá.
– ¡Cuando sale trabajo, hay que aprovecharlo! – decía mi madre.
La hora de “Chicotazo” era sagrada para mi abuelo, un programa radial emitido por un político que hablaba a los productores rurales, al igual que el informativo de CW 43 Radio Lavalleja.
En aquella época, sin teléfono, la gente avisaba por radio si viajaría al día siguiente al pueblo, para que la familia los esperara.
La radio nos trajo la música y me dio una tregua para dejar de dar cuerda a la vieja vitrola que me había regalado mi hermano, que los pocos discos de Gardel, Magaldi y Tormo ya casi ni se oían por el desgaste ocasionado por las púas de metal.
Con la radio descubrí el mundo de los radioteatros y conquistaron a toda la familia.
Desde varias emisoras Ortiz, Casanova, Armi, Núñez y Alasio entre otros; con su magia de voces, sonidos y melodías, estimulaban la imaginación y transportaban por mundos y ambientes ignotos.
– “La dama de las Camelias”, “El Conde de Montecristo”, “El Niño del Arroyo de Oro”; son algunos de los títulos que mi mente aún recuerda.
Los sábados por las noches había un radioteatro que daba una obra universal completa en una hora y que nos aproximaba a otros ambientes, problemas desconocidos e inimaginables para la vida rutinaria de pueblo.
La llegada del circo, una o dos veces al año era una oportunidad de ver en vivo su magia.
Casi siempre lograba ir con mi madre, mi hermana o mis primos. Lo que más me maravillaba eran los trapecistas; incluso tuve alguna experiencia frustrada por los golpes y caídas, originados en las piruetas imitativas en los frágiles gajos de las higueras que rodeaban nuestro hogar.
Hasta el día que estuve internado por esta causa, duró mi interés manifiesto por las acrobacias.
Con el cine apareció un mundo desconocido y maravilloso, era otra forma de volar. Mi hermana consiguió trabajo en la boletería y como iba a estar acompañado, pasaba las tardes enteras de los sábados en la matiné.
No quedó película del cine mexicano, español, italiano y argentino que yo no viera. El impacto visual de la pantalla, aunque era en blanco y negro al principio, era indescriptible.
Pero un día, allá por el verano del 60 se corrió la voz que una avioneta había aterrizado en un baldío a pocas cuadras de casa y que por ocho pesos llevaría a volar a todo aquel que se acercara. a las tres de la tarde.
Vamos – dije al abuelo- es la oportunidad de ver de arriba el mundo, ese cielo que nos maravilla en las noches de verano.
El abuelo puso reparos de todo tipo, pero mi entusiasmo lo convenció.
– Esto es un cáscara de nuez – me dijo, haciendo referencia a lo pequeña y precaria embarcación y deteniendo su andar.
– Ahora no nos podemos volver atrás – le dije. Y de su mano, desbordando de entusiasmo y alegría, nos embarcamos.
Con un poco de temor subimos en aquella avioneta con escaso espacio para el veterano conductor y los dos primeros y temerosos pasajeros.
Todo fue tan rápido… desde abajo medio pueblo nos aplaudía y desde arriba con los ojos brillantes por las lágrimas; que mi abuelo trataba de esconder, dejamos atrás el caserío, que se desdibujaba de a poco.
Mi abuelo, ya calmo, me hizo notar que lo pequeño que era el pueblo, donde se destacaba por su altura la torre del agua y el campanario de la iglesia.
Y de pronto él cambió, se apoderó de un entusiasmo y una energía increíble.
– Aquella es la casa de los Fabini, esa carretera conduce al Pueblo Aznárez, esta otra a Aguas Blancas, lo que se ve al fondo es el abra de Perdomo… – gritaba para que oyera por encima del ruido del motor.
– ¡Si habré pasado por aquí a caballo o en carreta con buen y mal tiempo!- me decía.
Poco a poco comenzamos a sobrevolar la maravillosa silueta de las Sierras de Minas con la magia y sus contrastes de colores. Reconoció la Ruta 8 que tantas veces hizo entre Minas y Soca conduciendo la diligencia en sus años mozos.
Yo sentía el apretón de mano que el abuelo me daba y trasmitía lo que sus labios por momentos no se animaban a decir o no encontraba las palabras más adecuadas.
– Aquí es donde se unen los brazos del Mataojo y donde las aguas van en busca del mar – me dijo, enseñándome con el índice.
– Parecen serenas- le dije.
– No crea “m´hijo”, ahí mismo fue donde tu hermano casi muere ahogado en las inundaciones del 59.
Y seguía maravillándonos el paisaje donde el color de las rocas con la vegetación se contraponía con el celeste del cielo y la luminosidad de la tarde.
Al descender, pletóricos de entusiasmo y de emoción hubo un momento de confesión.
– Gracias por insistir, fue como si me regalaras alas… ¡Nunca pensé que esta cáscara de nuez pudiese levantarse del suelo!- me dijo emocionado y con una expresión nueva en su rostro.
– ¡Y yo nunca pensé que una cáscara de nuez me regalara un abuelo!- le dije, atento a su reacción.
Tomó mi mano muy fuerte y sin palabras emprendimos nuestro camino a casa.
Apoyada en el portón, mi madre nos esperaba con una sonrisa y supe por una guiñada cómplice, que sabía lo que había sucedido sin necesidad de palabras.