Autor: Tomás Abreo.
Ilustrador: Martín Pintos.
El Diablo.
«Hoy, como está feo, llueve y hace frío, no podemos ir a la costa a tirar piedras al río, mejor que eso nos vamos a sentar cerca de la estufa y yo les voy a contar una historia».
Esto dije una tarde a mis nietos, propuesta que no fue bien recibida.
Claro, es mucho más divertido ir a la costa del Río Negro, que baña las orillas de la maravillosa rambla mercedaria, y allí jugar tirando piedras al agua, que además tiene toda una ciencia y en ello pueden demostrar sus habilidades. Juegan y compiten a la vez en tres juegos: tirarle a algo que flota cerca (una botella, un palo o una simple bolsa inflada); demostrar su fuerza, a ver quién tira más lejos la piedra; y a ver quién produce más sapitos en el agua. Y digo que tiene su ciencia porque ya me lo han explicado una cantidad de veces, cada vez que vamos, de hecho.
«Ves, abuelo, para tirar más lejos hay que elegir una piedra un poco más pesada y casi redonda, y para hacer sapitos una piedra chata, y para tirar a pegar a la botella hay que hacer así…» acompañando las palabras con ademanes. Como dije, toda una ciencia.
No estaban muy convencidos de la propuesta de la historia, pero cuando les dije que les iba a contar de cuando vi al diablo se entusiasmaron y comenzaron a hacer preguntas, querían que les adelantara algo, a lo que me negué.
«Lo tuve cerquita de aquí a ahí, casi lo toqué…» Y se quedaron mirándome con los ojos muy abiertos y en silencio.
Comencé mi relato, ante un auditorio muy atento y preocupado.
Corría el año 50 y algo. Yo tenía más o menos la edad de ustedes. Vivíamos en campaña, en una estancia con una casa enorme, decían que de fines del siglo dieciocho. Era como una fortaleza, toda cerrada alrededor de un patio muy grande, con piletas de ladrillos cargadas de plantas y flores, y en el centro un aljibe que recogía el agua de lluvia de la terraza de tres enormes habitaciones con vista al sur y que tenía un mirador. Mi abuelo, el padre de mi papá, había fallecido hacía poco, siempre había vivido ahí, al igual que su padre o sea el abuelo de mi papá. Aún hoy recuerdo lo felices que fuimos esos años, mis dos hermanos y mis padres. En esos años, había padres y había abuelos, lo que no había era día del padre ni día del abuelo –como hay ahora–. Vuelvo al relato y ya les cuento cómo fue eso con el diablo.
(Los tres se acomodaron en los almohadones en el suelo al calor del fueguito y en silencio quedaron a la espera que yo comenzara el relato.)
A mi madre le habían dado para su crianza a una niña de cuatro o cinco años, porque su mamá, muy enferma, no la podía cuidar y su papá vivía en Montevideo. Estuvo poco tiempo y lloramos todos cuando el padre la fue a buscar para llevarla con él. Nos habíamos encariñado y ella se hacía querer. Era de raza negra bien marcada, con pelo moteado largo y reluciente, que mi madre peinaba en dos trencitas con unos moñitos en sus puntas, unos enormes ojos que daban vida a una carita delgada, con una boca que dejaba ver unos dientes muy blancos y también relucientes tras sus labios finos. Violeta se llamaba. Delgadita y muy movediza, sumamente vivaz y dicharachera, no paraba de hablar.
(«Como una que yo sé» dije, mirando a mi nietita más chica. Y todos rieron.)
Un día salió de la casa y se fue a una quinta vecina de frutales y verduras. De repente sentimos unos gritos y la vimos llegar dando saltitos y gritando con su voz finita:
—¡Ay, mamita querida! –a mi madre le decía mama o mamita– ¡Ay, mamita querida, qué shusssto tan grande, vi al diablo! –sus ojos y su boca muy abierta le abarcaban toda la cara.
—¿Dónde? –fue nuestra pregunta inmediata.
—Allí afuera, me miraba con ojos grandes, dos cuernos pa’rriba, unas orejas así grandotas y paradas –Violeta acompañaba todo con aparatosos ademanes, que movían a risas al igual que sus palabras.
Y ya en su máximo estado de susto mayúsculo agregó:
—Era el diablo, mama, con una enorme barba y una cadena en el pescuezo, me miraba así –dijo Violeta, y puso sus ojos lo más abiertos y fijos que pudo– me miraba y me quería llevar, mama. ¡Qué shusssto tan grandote, mi diosito! –y se persignó, como lo hacía todas las noches para rezar.
Cuando mencionó la cadena mi madre sonrió y se dio cuenta de quién era el diablo y nos mandó que fuéramos a ver, ya sabiendo también de qué se trataba. Fuimos tras de Violeta y la dejamos actuar, se había quedado muda y nos indicaba con señas el lugar.
Al llegar se escondió detrás de mí, que era el mayor y casi en un suspiro nos dijo:
—¡Allí… allí está el diablo!
Y frente a nosotros, atado a con una cadena, estaba Luciano –un chivo viejo–. Lo ataban para que comiera en la quinta sin llegar a las verduras; un chivo que mi abuelo había criado desde chiquito, que al vernos nos miró fijo, emitiendo un balido prolongado. Baló y eso fue suficiente para que tuviéramos que ir a buscar a Violeta buscar debajo de su cama. No quería salir y solo repetía «¡el diablo, el diablo! ¿Ya se fue?»
Así termina esta historia, y les voy a mostrar una foto que tengo de mi abuelo dándole de comer a las gallinas y a Luciano.
Los tres nietos que habían sido mis atentos escuchas se entusiasmaron y prolongaron la tertulia con preguntas que debí responder hasta que se oyó la voz de la abuela:
—A tomar el café con leche con pasteles caseros.
Y ahí nomás me quedé solo, frente a la calentita estufa a leña.