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Concurso de cuentos de abuelas y abuelos para nietos, «Cuando yo era chico»

Generales

Autor: Álvaro Palombo.

Ilustrador: Juan Pablo Molina.

El espantapájaros que no espanta pájaros.

La plaza del pueblo se llamaba José Gervasio Artigas, pero todos la conocían como «la plaza Don Antonio». Él estaba siempre ahí, sentado en el mismo banco verde, bajo el mismo árbol, alimentando con migas de pan a los mismos pájaros. Por las tardes se lo podía ver acompañado de Agustín, su pequeño gran amigo. Todos los días, cuando Agustín salía de la escuela se trepaba a su bicicleta y pedaleaba hasta la plaza ubicada justo a mitad de camino a su casa. Ahí le esperaba Don Antonio con gran entusiasmo por compartir unos minutos y alguna que otra historia.
—¡Agustín el pequeñín! –gritaba al verlo aproximarse. Aunque últimamente le decía, casi a modo de reproche, que estaba muy alto y tendría que comenzar a llamarle «Agustín el que ya no es pequeñín».
—Ven, ven; observa con atención cómo ahora aparece Picotón y le disputa esa migaja a Pipí –explicaba el anciano.
Don Antonio solía identificar a sus otros amigos, los pájaros. No solo los reconocía por su comportamiento, sino también por su nombre; lo cual deslumbraba al niño. Todos en el pueblo sabían dónde encontrar a Don Antonio, siempre estaba con su bolsa de pan y sus volantes amigos alrededor. ¿Acaso pasó toda su vida en la plaza? ¿No fue niño y montó una bicicleta? ¿No pasaba a visitar y escuchar las historias de algún otro Don Antonio?
Esas preguntan revoloteaban como pájaros en la cabeza de Agustín. Hasta que un día no aguantó más y le preguntó. Luego de una larga risotada, confesó al pequeño: «Cuando tenía tu edad no estaba sentado aquí ni alimentaba pajaritos, por el contrario, era un espantapájaros».
La respuesta lo desconcertó. ¿Un espantapájaros? El niño lo miró fijamente e hizo su mejor esfuerzo por visualizarlo como tal.
—¡No puede ser! –concluyó, con énfasis pero en voz baja. Entonces Don Antonio comenzó a contar una historia de su infancia para explicar al pequeño por qué se había definido de ese modo.
—Yo era un espantapájaros, pero no como los que tú conoces. Era un espantapájaros porque me dedicaba a espantar pájaros. Recuerdo perfectamente aquel verano en el campo de mis abuelos…

Nos habían invitado a los nietos a disfrutar de la naturaleza, del verde infinito. Querían que estuviéramos en contacto con los animales y aprendiéramos a sembrar y cosechar. Era muy divertido, jugábamos con mis tres hermanos y nos sentíamos los reyes del campo. Yo era el más grande. Me seguían los mellizos Clarita y Felipe, y por último Carlitos, el más pequeño y travieso. Los abuelos nos habían asignado una tarea. Debíamos espantar a los pájaros porque en los últimos tiempos estaban afectando las plantaciones. Aunque éramos niños asumimos el desafío con mucha responsabilidad. «Ni un pájaro más se acercará a lo que con tanto cariño y trabajo sembraron los abuelos».
Más que una tediosa labor, era una puerta a la diversión. Hacerlo nos permitía correr, ser absolutamente libres, descubrir lugares increíbles a los que nunca habríamos llegado solos. Ellos, los pájaros, nos guiaban con su vuelo hacia las mejores aventuras. Un día, ya cansados de perseguir durante horas a un montón de cuervos, llegamos a un monte desconocido.
—¿Dónde estamos? –pregunté con incertidumbre.
Todos miramos a nuestro alrededor y ninguno supo contestar. Pero la pregunta de Carlitos fue aun más inquietante: «¿Cómo volvemos?». Restaban pocas horas de sol y la condición que nuestros abuelos imponían para que jugáramos libremente era regresar antes del atardecer. Clarita, a quien considerábamos la más inteligente, nos brindó la respuesta: «El sol cae por el oeste, justo detrás de la casa de los abuelos. Por lo tanto, debemos seguir la trayectoria del sol para regresar, y al hacerlo junto a él, nos aseguraremos de llegar a tiempo». Tenía razón. Ella siempre tenía razón.
Emprendimos el retorno a paso lento, con el poco resto de energía que nos iba quedando luego de una jornada de calor intenso en la que habíamos corrido mucho de aquí para allá. Siguiendo a Clarita y su consejo, caminamos mirando de reojo el cielo para asegurarnos de viajar en la dirección correcta. Ya las nubes habían tapado el sol y el cielo se había vuelto oscuro. Una tormenta venía hacia nosotros. ¿Cuánto falta para llegar? ¿Nos retarán? ¿Llegaremos antes de que caiga el sol? Todos pensábamos las mismas cosas pero nadie las decía. Estábamos asustados. El silencio de la caminata se vio abruptamente interrumpido por Felipe.
—¡Miren! –exclamó señalando a un lado. Felipe era el más silencioso del grupo, pero sabíamos que cuando hablaba era para decir algo importante. Detuvimos nuestro andar y quedamos tan asombrados como él. Había un huevo que reposaba sobre un nido de paja. Pero no era un huevo común, era diferente a todos los que habíamos visto. Era un poco más grande que cualquier otro huevo y la cáscara era de arpillera.
—¡Debemos irnos! –insistía una y otra vez Clarita por temor a la tormenta y a la represalia de los abuelos. Pero los demás nos negábamos a abandonar semejante hallazgo.
Nos preguntábamos a qué pájaro correspondería aquel huevo, qué haríamos con él y si sobreviviría a la tormenta. No teníamos tiempo de pensar. Había que actuar. Yo era el hermano mayor, y como tal, debía demostrar al resto mi liderazgo y coraje. Entonces decidí tomar el nido con mis manos y dejarlo al resguardo de unos arbustos, junto a unas piedras para una mejor protección del viento. Para recordar el lugar exacto al día siguiente, me quité una media y la até a una rama. El viento soplaba cada vez más fuerte y las primeras gotas comenzaron a mojar nuestros rostros. Como bien decía mi hermanita: era hora de regresar.
Esa noche nos fue muy difícil dormir. Nuestras miradas estaban posadas en el techo. Escuchábamos la tormenta golpear los ventanales. Pensábamos en aquel extraño huevo. ¿Resistiría a la tormenta?

A la mañana siguiente Clarita se encargó de despertarnos uno por uno sacudiéndonos del hombro. Habíamos conciliado el sueño tarde en la noche, olvidando así madrugar como nos lo habíamos propuesto. La tormenta ya había pasado y el sol volvía a apoderarse de todo el campo. A los abuelos les dijimos que el día anterior habíamos descubierto una bandada de aves muy malas en un lugar un poco alejado y que iríamos por ellas, para espantarlas de una vez por todas de los plantíos. Con ese argumento conseguimos el permiso para apartarnos sin dejar de lado nuestra tarea asignada de espantar pájaros.
Habíamos memorizado a la perfección el camino hacia el huevo. Corrimos tan rápido como pudimos con el deseo de encontrarlo sano y salvo.
—¡Allí está la media azul de Antonio! –gritó Carlitos. Habíamos llegado y el huevo estaba intacto, como si la tormenta nunca hubiese pasado por ahí. Primero lo examinamos con la mirada, luego lo tocamos y finalmente Clarita lo levantó y arropó para darle calor tras la noche fría y lluviosa.
—¿No lo notan más grande que ayer? –preguntó Felipe. Una vez más, el comentario era oportuno y ponía en evidencia su gran poder de observación. Era verdad. El huevo estaba más grande, casi del tamaño de una sandía. Nuestras teorías iban desde un huevo de avestruz hasta un huevo de dinosaurio. Todo era posible.
Al momento, la única respuesta correcta la obtendríamos luego de que se rompiera la extraña cáscara. Lo calentamos, lo acariciamos y hasta le cantamos para incentivarlo a salir. Pero nada. Carlitos tenía la descabellada idea de romperlo con sus manos para de una vez por todas develar el misterio, a lo cual por supuesto nos opusimos.
Los días siguientes fueron iguales. Despertar, correr con todas nuestras energías hasta el huevo, estar junto a él durante horas haciendo lo imposible para que se rompa, escuchar la descabellada idea de Carlitos, rechazarla, y volver esperanzados de que tal vez mañana sería el gran día. Lo único que cambiaba era el tamaño del huevo. En un corto plazo se había duplicado. Ya era como dos sandías de grande.

Una mañana, mientras nos dirigíamos al monte, notamos algo raro. Las aves sobrevolaban las copas de los árboles emitiendo sonidos inquietantes. Su vuelo era alborotado, sin rumbo. Se chocaban entre sí. Parecían alteradas por algo o alguien. Aceleramos el paso temiendo que ese accionar de los pájaros respondiera a la presencia de algún animal peligroso. Al llegar quedamos estáticos, de ojos bien abiertos y con un pánico que nos hacía temblar las piernas. ¡El huevo se estaba rompiendo! Algo estaba por salir de ahí. A pesar de todo el tiempo y cariño que le habíamos dedicado, en ese momento no queríamos ni mirar. Estábamos prontos para salir corriendo, pero en el fondo sabíamos que debíamos ser valientes.
La cáscara volvió a quebrarse. Dimos un paso hacia atrás y nos mantuvimos en absoluto silencio. Esos segundos fueron eternos. De pronto asomó algo desde el interior del huevo. No era un pájaro. ¡Era un espantapájaros!
—¡¿Un espantapájaros?! –preguntó incrédulo Carlitos.
—¿Acaso a los espantapájaros no hay que armarlos? –volvió a preguntar sin obtener respuesta alguna. Muy lentamente nos fuimos aproximando. Clarita fue la primera en llegar a él. Se arrodilló, lo tocó y nos miró.
—¿A qué le temen? Es un espantapájaros, no un espantaniños –dijo. Era casi de nuestro tamaño, lo cual lo hacía aún más extraño porque suelen ser grandes como los adultos. O al menos eso creíamos.
Los espantapájaros viven a la intemperie, pero dudamos de si sobreviviría a otra tormenta o a las heladas de las madrugadas en el campo. Por eso construimos un improvisado hogar a base de ramas, hojas, piedras y algunas ropas nuestras. Nos había adoptado y nosotros a él. No hablaba pero dejándose cuidar como lo hacía ya era suficiente demostración de afecto. Todos los días nos recibía con una sonrisa cocida en la boca, y nos despedía con la mirada triste en sus ojitos de botones.
El joven espantapájaros tenía movimientos muy torpes. No lograba mantenerse en pie. Era corpulento pero frágil como un potrillo recién nacido. Tuvimos que enseñarle a caminar, lo que resultó ser una ardua tarea. Sus piernas de palo eran un obstáculo y creíamos que eso lo hacía sentir frustrado. Nosotros corríamos esperando que siguiera nuestros pasos, sin éxito. Caía al pasto una y otra vez. En los días siguientes entendimos que la frustración de nuestro amigo no se debía exclusivamente a no poder caminar y mucho menos correr.
—Este espantapájaros no espanta pájaros –sentenció Felipe. Al decirlo, nos dimos cuenta de que cada mañana cuando llegábamos veíamos al espantapájaros rodeado de todo tipo de aves. Él veía cómo lográbamos alejarlas, cómo nos temían, y quería ser como nosotros. Había que correrlas, por lo que mientras él no se mantuviera firmemente en pie sería imposible.

Quedaban pocos días de la estadía en el campo y teníamos que ayudarlo. Carlitos y yo propusimos llevarlo al pueblo, al menos hasta que lograra su cometido. Quizás si lo poníamos en la plaza, donde había muchos gorriones y palomas, se sentiría feliz espantándolos. Clarita se resistía a la idea porque consideraba que el campo era su hábitat natural.
—¿Acaso alguna vez han visto un espantapájaros en una casa o en una plaza? –nos preguntó haciéndonos sentir tontos. Felipe, callado como siempre, escuchaba con atención nuestras discusiones. Él nunca tomaba posición, pero esta vez, tímidamente dijo: «Clarita tiene razón».
Sólo nos restaba disfrutar de los últimos momentos de vacaciones en su compañía y enseñarle a espantar pájaros para que pudiese ser feliz en el campo, de paso ayudando a nuestros abuelos a no perder sus plantaciones. Con gran esfuerzo logramos que se estabilizara y diera algunos pasos. Era un avance. Sin embargo, los pájaros parecían ponernos a prueba. Burlones, se posaban a su alrededor esperando nuestro arribo matinal. Utilizamos la «estrategia bebé», como la denominamos. Es decir, unos lo sujetaban de atrás en tanto los otros lo esperaban a pocos metros incentivándolo a llegar hasta ellos. La distancia era cada vez mayor, y cada nuevo paso era una enorme satisfacción para nosotros.
—¡Vamos! ¡Tú puedes! –le alentábamos una y mil veces.
Las mejoras en sus movimientos habían sido grandes, pero las aves seguían allí, posadas en los árboles mientras permanecíamos junto a él, descreídas de que alcanzáramos el objetivo y a la espera de que nos marcháramos para hacer sentir a nuestro amigo que todo lo aprendido era inútil.

Era la última noche. Al mediodía siguiente abandonaríamos el campo, y con él a nuestro gran amigo. Las camas estaban todas en una misma habitación. Cada uno, ya acostado en la suya, miraba al techo mientras pensaba un plan para conseguir que los pájaros por fin le temieran. En medio de nuestra nocturna lluvia de ideas, Felipe susurró: «Es muy lindo». No entendimos a qué o a quién se refería. Carlitos y yo nos reímos pensando que hablaba dormido y dirigimos nuestras miradas a Clarita buscando complicidad. Pero ella, lejos de sonreír siquiera, frunció el ceño, inclinó levemente la cabeza a un lado con gesto analítico y se deslizó hacia Felipe. Sentada a los pies de su cama, tomó su mano y como una madre orgullosa de su hijo le expresó: «Eres un genio, Feli». Carlitos y yo sentimos que nos habíamos perdido de algo.
—«Es muy lindo», «Eres un genio»… ¿A qué se refieren? –preguntamos.
—Los pájaros tienen que tenerle miedo y él no es un espantapájaros de temer. Es demasiado lindo como para causar miedo –nos explicó Clarita.
Conclusión: debíamos cambiarle la ropa.
Nos despertamos antes que el sol. Silenciosamente buscamos vestimenta en desuso de los abuelos. Nos hicimos de un viejo pantalón, una camisa gastada y un gorro muy pero muy feo. Los rompimos un poco más y los embarramos bastante mientras nos dirigíamos al monte. Cada día llegábamos con la ilusión de encontrarlo sin pájaros a su alrededor, esa mañana no había sido la excepción. Pusimos en funcionamiento nuestro plan y cambiamos su ropa. Le quedaba holgada porque era muy joven aún, pero cuando se volviera grande y fuerte le resultaría cómoda. Ahora sólo nos restaba esperar, pero ya podíamos notar que la reacción de las aves era poco alentadora. Los pájaros, que todo lo veían desde sus balcones de madera, comenzaron a cantar alegremente manifestando así su indiferencia al plan.
—Tal vez lo que deba cambiar es la actitud –plantee al resto.
Entonces, intentamos hacerle entender que debía ser malo, imponer presencia, causar miedo. Le hicimos la mímica de cómo hace un tigre o un monstruo. Su mirada era de incomprensión. Luego de varios ensayos, entendimos que él no quería ser malo, simplemente quería alejar a los pájaros porque eso es lo que hace un espantapájaros. «Así como los niños tienen que jugar, nosotros tenemos que alejar a las aves», parecía querernos explicar. Es su función, es lo que los hace sentir vivos aunque pasen su vida entera solos en un mismo lugar.
El sol trepaba el cielo con cada vez más ímpetu. Sabíamos que cuando estuviese exactamente encima nuestro sería el mediodía y deberíamos marcharnos. Todas nuestras ideas habían fallado. Ni caminando ni mal vestido ni cambiando su actitud había conseguido el objetivo.
—Pensemos, pensemos… –dijo visiblemente preocupado Carlitos mientras se rascaba la cabeza en busca de una gran idea. Todos, incluso nuestro amigo, nos concentramos mirando al piso en busca de una solución. Mientras tanto, los pájaros cantaban y revoloteaban al alrededor sintiéndose triunfadores. La concentración se vio interrumpida por Clarita. Se levantó de la roca en la que estaba sentada y manifestó un razonamiento que sonaba muy lógico: «Aún no hemos fallado. Primero quisimos que caminara y lo logramos, pero nuestra intención no era que caminara, sino que corra como lo hacemos nosotros. Luego le cambiamos la ropa y todavía no sabemos el efecto real que pueda causar en las aves mañana cuando se encuentre solo. Por último procuramos cambiarle la personalidad, olvidando que es algo propio de cada uno, que no se puede cambiar así como así. Él no es malo y nunca lo hubiese podido ser». Las palabras de Clarita significaron una buena dosis de ilusión para el resto. Recuperamos el entusiasmo y emprendimos el camino de regreso porque el sol ya estaba sobre nuestras cabezas.
—Ahora que ya camina deberá hacerlo con nosotros. Y si corremos, él también lo hará –expresó nuestra pequeña capitana en el tono de voz apropiado para que el espantapájaros no escuchara. Era la primera vez que nuestro amigo se alejaba del monte. Aun con su dificultoso andar, siguió nuestros pasos. Lo estimulábamos a que lo hiciera más rápido para tomar impulso y correr, pero cada vez se quedaba más atrás. Cuando finalmente corrimos no miramos atrás, imaginando que él lo estaría haciendo a nuestras espaldas. Carlitos no aguantó y giró su cabeza. Allá había quedado. Lejos. Solo. Rodeado de pájaros, como siempre. Esa había sido la última esperanza. También fracasó. El tiempo se había acabado y con él las ilusiones de cumplirle el sueño a nuestro joven amigo del campo.
Los abuelos nos llamaban. De un lado el espantapájaros. Del otro, el motor encendido de la vieja camioneta que nos esperaba para partir rumbo al pueblo. A mitad de camino, nosotros. Estábamos inmóviles. Nos negábamos a tomar la decisión de irnos. La bocina del abuelo nos apuraba. Los ojos comenzaron a inundarse de lágrimas mientras las manos lo despedían extendiéndose con resignación.
—Vamos –dije con la voz quebrada.
Cabizbajos, llegamos a la camioneta y nos subimos atrás donde solía encantarnos viajar. Esa vez era distinto. Sería el viaje más triste de todos. Allá había quedado el espantapájaros. Podíamos divisarlo a lo lejos, chiquito, perdido en la inmensidad del campo. Él también nos miraba a nosotros. Lo podíamos sentir.
—¡Ajústense los cinturones! –gritó el abuelo desconociendo nuestra angustia. La camioneta comenzó su lenta marcha por el camino de tierra. Era el adiós definitivo a nuestras vacaciones, a nuestra aventura y a nuestro amigo. Ya no queríamos mirar atrás. De pronto escuchamos la voz de Felipe que, como reviviendo el momento en que descubrimos aquel huevo, comenzó a gritar eufórico: «¡Miren, miren, miren!». El espantapájaros venía corriendo tras nosotros. Corriendo como si toda su corta vida hubiese sabido hacerlo. A toda velocidad, sin tropezar con pastos ni piedras ni pozos. Negándose a la despedida y enfrentándose a todos sus miedos. Los pájaros, todos los pájaros, grandes, pequeños, de colores, absolutamente todos; colmaron el cielo con coreografías majestuosas. Habían resultado buenos perdedores.
—¡Lo logró! –exclamaba emocionada Clarita mientras señalaba las aves alejándose del espantapájaros. Queríamos lanzarnos de la camioneta para correr con él y juntos espantar a tantas aves como pudiésemos; pero sabíamos que ya habíamos hecho todo lo que podíamos hacer. De ahora en más esa sería su tarea. Solo suya.
La corrida de nuestro amigo pronto se convertiría en trote, luego en pasos y finalmente se quedaría parado, ahí, en medio de las plantaciones del abuelo, donde más se lo necesitaba. Con mirada nostálgica nos acompañó hasta casi ya no vernos y lentamente, formando una cruz con su cuerpo, extendió los brazos como diciendo «gracias amigos, aquí los estaré esperando por siempre, de brazos abiertos…»

Agustín estaba conmovido con la historia de Don Antonio. Atinó a preguntar si alguna vez había regresado a ese campo, pero notó que el anciano ya había dado vuelta la página de su historia para dedicarle nuevamente su atención a las palomas y gorriones que lo rodeaban reclamando pan.
Don Antonio seguía siendo un espantapájaros, pero ya no espanta pájaros.

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