Autor: Carolina Silva Barbé.
Ilustrador: Gervasio Della Ratta
Del Otro Lado…
¿Qué otra cosa habría hecho un niño como yo cada tarde a la salida de la escuela, en un tiempo mucho más lejano de lo que yo quisiera?
No había mucho que decidir en un barrio como aquel: jugar a la pelota. Decir que jugaba al fútbol sería demasiado. Aquello era pelotear; ir y venir desde el frente de mi casa hasta el fondo un sinfín de veces. Claro está, eran tiempos en que el cansancio no estaba dentro de lo posible, horas de un recreo continuo para el que no había más reloj que el de la escuela. Esquivar las macetas de mi madre y evitar el muro de don Lorenzo eran, entre otras, las cosas que más me gustaba hacer con la pelota. Pero parecía que el fondo de su casa la atraía y como en un acto intencional bastante frecuente ella desviaba su trayecto, volando por el aire para caer justo a sus pies.
Aún en mi casa y sin asomar ni medio ojo por encima del muro, yo sabía que él estaba ahí, y él, que yo estaba del otro lado. A mí me delataban los golpes de la pelota, mis gritos de goles fallidos y los de mi madre, cuando me era imposible esquivar la maceta que se interponía en el camino. A él, no sé… yo sabía que estaba ahí… es que siempre estaba ahí. Él tenía la certeza de lo que sucedería y hasta lo esperaba, entonces se levantaba justo cuando mi pelota obedecía su deseo y desafiando todo sentido de dirección y gravedad caía a sus pies. Quedaba entonces al descubierto aquel banquito antes perdido bajo sus gruesas piernas, y apoyado en su bastón intentaba patearla sin éxito. Por eso yo demoraba en irla a buscar, sabía lo que disfrutaba Lorenzo al recibirla en su patio; porque mientras lo espiaba por un agujerito entre los ladrillos del muro, yo también lo disfrutaba. Era como estar frente a esas películas que aunque mil veces vimos repetidas, por alguna razón elegimos volver a ver. Pero no terminaba ahí, como podía tomaba mi pelota entre sus manos rústicas, y sus piernas gruesas volvían casi mágicamente a ocultar su banquito de madera.
Entonces sí iba yo corriendo por la vuelta de la casa y golpeando las manos seguía camino al fondo. Y ahí estaban él y mi pelota… pero no era dármela y sanseacabó, no, para nada. Sabía cada una de las palabras que don Lorenzo diría, cada suspiro, cada pausa y sin embargo, como si sucediera por primera vez, por cuenta propia fingía no haberlo escuchado nunca antes. Estiraba mis manos pidiéndosela y una vez que la tenía, me disponía a oírlo sentado sobre ella.
— ¡Qué tardes aquellas muchachito! Cada vez que te escucho del otro lado del muro es como si me viera. ¡Qué tiempos! Las calles olían a tortas fritas cuando la lluvia las empantanaba en barro y el viento… el viento fue el culpable del nombre de mi cuadro: «Pampero», gritó en medio de la reunión el Caco y así le quedó nomás. Eran fuertes y arrasaban con todo, se levantaban de la nada con cualquier tormentita pasajera. Yo fui fanático del Pampero desde chiquito, pero fanático de los de antes.
Se sonreía y sacudía la cabeza como si no pudiera creerlo. No sé si era la forma que él tenía de contarlo, su voz, o alguna lágrima que siempre se le escapaba por debajo de los lentes, pero a mí me atrapaban sus historias. Me sorprendía que los adultos lloraran como nosotros y me dejaba boquiabierto su memoria de elefante; eso le decía y a él le daba mucha risa mi expresión.
¬—¿Y hace mucho de esto, don Lorenzo? –le preguntaba siguiéndole la charla.
—Si hará mijo, poco después del 24; 1924. ¿Entendés de lo que te hablo? Modesto, Martín, Julio, Luis Alberto, Ricardo, Toribio y otros tantos, armaron el cuadrito. Y pensar todo lo que necesitan ahora para salir a la cancha. ¿Sabés cómo empezaron éstos? ¡Bah! Empezaron y terminaron con un botiquín, un frasco con tapa de corcho que guardaba el linimento, dos o tres pares de vendas y un poco de agua, en aquel cotorro viejo como club de encuentro. Pero lo que más me llamaba la atención era la pelota…
A esa altura del relato, Lorenzo parecía revivir al niño de aquel tiempo, capaz de sorprenderse, emocionarse y fanatizarse. Miraba mi pelota y sonreía como si su cabeza no pudiera evitar compararla con aquella. Ahí no más seguía diciendo:
—Era tan duro aquel cuero cosido con tiento, que pobre del que la cabeceara, seguro se ganaba un buen machucón.
—¿No estará exagerando un poco, don Lorenzo?
—¡Qué va! No sabés lo que era aquella pelota. A un costado tenía terrible costura hecha con un cordón de cuero. Vos mismo podías desatarlo y sacar la cámara para inflar. Entonces le dabas aire y volvías a guardarla dentro del casco duro. Eso sí, había que volver a coserla con el tiento para que la cámara no se pinchara o se escapara por el agujero. Toda una ciencia la pelota, si lo habré hecho de veces…
»En mi barrio había unos gurises que jugaban al fútbol en la calle con la vejiga de un cerdo como pelota. Entonces todos los vecinos se enteraban de que habían carneado. Yo igual te digo, prefería hacerla con trapos viejos bien atados, porque eso de andar pateando la vejiga del bicho, eso me daba un poco de… qué sé yo, en fin… La de cuero, cuero, la de verdad, esa pelota, la tenía el Pampero.
—¿Eso era todo? –le preguntaba como si no supiera que había mucho más.
—¡No! Me estoy olvidando de algo importantísimo: el sanatorio privado –y ahí no más Lorenzo largaba una risa socarrona para continuar diciendo– era la casa de Antonio Borgunder, que vivía frente al campo de juego y que con mucha voluntad prestaba los primeros auxilios. Pero nunca eran necesarios; aquellos botijas eran duros…
Yo me había acostumbrado tanto a hacer de cuenta que era la primera vez que lo escuchaba, que por momentos me lo creía de verdad y le preguntaba con entusiasmo:
—¿Y no había prácticas antes del domingo?
—De vez en cuando Julián Benzano se daba una vuelta y les enseñaba algunos ejercicios. Corrían de noche, los viernes. Salían del rancho y hacían las cuatro cuadras alrededor del campo; ese era todo el entrenamiento. ¿Y sabés qué botija? Los tapones, los intercambiables eran de cuero. ¿Te imaginás? Se prendían de la cancha más que de la suela de los botines. Tenías que tener cuidado de no perderlos en la primer patada. Algunos se quedaban enterrados peludeando en el barro y había otros que preferían un buen par de alpargatas atadas con cinta a las pantorrillas. No se parecían a nada, pero salían a la cancha con unas ganas… El Lele jugaba así en sus mejores tiempos, parecía de una comparsa más que de un cuadro de fútbol.
Y sacudiendo su cabeza como si no llegara a comprender el presente, rascaba sus orejas grandes y abiertas como pantallas, miraba mi pelota y era como si ella le soplara la historia. Entonces seguía con más entusiasmo que al principio.
—Llegaba la hora y por la calle las estrellas del domingo desfilaban rumbo al encuentro, ya prontos, ya dentro de la rojiverde disimulada con un tapado largo negro en caso que el frío apretara. Parecían capos de la mafia italiana caminando todos juntos por la calle principal. Ah… el domingo amanecía con un olorcito especial cuando jugaba el Pampero. La gente los veía y se alborotaba.
»Las muchachas miraban de lejos el partido, el fútbol era cosa de hombres. Pero qué querés, estaban enamoradas las chiquilinas y aprovechaban para vicharse al noviecito y ganarse la dedicación de algún buen gol.
»Aquella tarde hubo lío y pico con el Charleston de La Teja, fue a cancha abierta. No había tejido ni muros. Jóvenes, niños, mujeres, veteranos y hasta el perro cayó en el campo de juego… un córner mal cobrado parece haber sido el motivo y no hubo milico que pudiera pararlos. ¡Ah, mi amigo! Aquel era otro fútbol, los hombres no tenían precio. Después lo entendí. Hasta entonces lo único que me importaba era que ganara el Pampero, alcanzarles la pelota cuando se iba afuera, sentarme en el banco con los suplentes y verlos correr los viernes de noche.
Y ahí no más me miraba con aquellos ojos brillantes de tanto recuerdo y me hacía preguntas que me daba un poco de miedo contestar mal. Esa era la parte de la charla que menos disfrutaba, pero me la bancaba, porque sabía que el postre estaba por llegar. Lo mejor de lo mejor, esa parte en que nos reíamos a rabiar, casi hasta las lágrimas.
—¿Y te conté alguna vez lo del Centenario?
Decirle que no era mentir, y mi padre me repetía hasta el cansancio que mentir no está bueno, así que le contestaba con otra pregunta:
—¿Qué pasó allá?
—Aquel domingo el Pampero se fue del campito del pueblo a pisar por primera y única vez el verde del Centenario, ese monumento del fútbol uruguayo. ¿Sabés lo que era viajar a la capital en aquella época? ¡Qué vas a saber! Ahora suben al ómnibus y en menos de una hora están allá. Pero en aquel tiempo, hacer cincuenta kilómetros y cruzar un río te llevaba el día entero y a veces más. ¡Qué importaba! Me invitaron y fui con ellos. No lo podía creer. Les ayudé con todo… no era lo mismo alcanzar la pelota en la canchita del barrio que en el Centenario. Pero eso fue lo de menos.
Él preguntaba y se respondía, se quedaba cabizbajo, casi diría melancólico y casi siempre a esta altura del relato me volvía a pedir la pelota. Entonces yo me levantaba y se la dejaba entre los pies porque contemplándola parecía revivir mejor cada instante.
—De los bancos torcidos del baldío a las gradas mayores del estadio de la capital… No era para cualquiera y al Pampero le tocó, le tocó salir del pueblo. Yo era un niño como vos y fui con ellos.
Y ahí no más empezaba a reírse y con ademanes de no poder creerlo todavía, me contaba la mejor parte:
—El golero estaba tan fascinado con aquel espectáculo y con tanta gente mirándolo, que un miedo enorme se le adueñó del cuerpo. Nunca supimos a qué, para mí fue la emoción de la primera vez, pánico escénico, como le llaman ahora, o presentir simplemente que nunca más iba a estar debajo de aquellos palos. La cosa es que se enajenó, se le fue el alma del cuerpo y quedó ahí paralizado. Duro como una estatua, hasta blanco se puso. ¡Ja, ja,ja! se dedicó a disfrutar de su suerte el tipo, lo que incluyó lamentablemente para la rojiverde olvidar para qué había ido aquella tarde.
—¿Y no atajó? –le susurraba yo para darle pie al final de la historia.
—¡Ja, ja, ja! ¡Ni una paró! Le metieron como tres aquel domingo, pero a quién le importaba. Estábamos ahí y ese era el premio.
Lorenzo lo decía con tanta gracia que me contagiaba su risa. Y riéndonos entre lágrimas agregaba:
—¿Vos entendés botija lo que sentían?
Lo que yo entendía era que sus preguntas no esperaban respuesta. Entonces me mantenía en silencio y sonreía.
–¿Qué te parece? El Pampero en el Centenario.
Comprendía entonces que la charla había concluido, estiraba sus manos rústicas que dejaban en evidencia su viejo oficio de zapatero y sus dedos gruesos me devolvían mi pelota de cuero. Y en ese instante en que ella regresaba a mis manos, las suyas me contaban de tantos botines cosidos para patear pelotas en la cancha los domingos…
Aquella última tarde que nos vimos fue distinto, al despedirnos con un beso como siempre lo hacíamos, giré para salir corriendo rumbo a la vereda y detrás de mí estaba Moisés, su amigo de siempre. Desde su cara pálida y fina, detrás de sus huesudos pómulos, su mirada cómplice develaba que lo había escuchado todo. Moisés sonreía como un niño grande y mirando mi pelota, se agachó a la altura de mis ojos y casi en un susurro me dijo:
—Yo le hacía los mandados a mi madre cuando era como vos muchacho y ella me regalaba el vuelto, eran vintenes. ¿Sabés para qué los quería? Para alquilarle a Castellón la pelota por una hora. Era la única que había en todo el barrio. ¡Ay gurí, para mí, eso era una fiesta!
—Gracias –les dije resumiendo aquella mezcla de sentimientos que generaban en mí sus historias, y salí corriendo por la vereda angosta con mi pelota apretada bajo el brazo. Me sentí realmente, el niño más feliz y afortunado.
***
Hoy, cuando escucho a mi hijo jugar en el fondo de mi casa salgo al patio, y mientras peloteamos esquivando las macetas que se interponen en el camino le voy contando lo que tantas veces el buen Lorenzo me contaba…
Sé que también él ya se sabe casi de memoria mis historias, pero ambos fingimos sanamente: yo, que se las cuento por primera vez; él, que jamás antes las ha escuchado.
El Pampero fue un cuadro de fútbol del interior del país por allá en los años 20 que sin duda puso fervor a los domingos de aquel pueblo y dio qué hablar la única vez que pisó la cancha del Centenario. Los nombres de sus jugadores son los de entonces.
Lorenzo, niño de otro tiempo, hincha de corazón y luego zapatero de oficio, vivió para contarlo y hacer posible este maravilloso don que tienen las palabras…