Autor: Julio Gabriel Teibo Manzi.
Ilustrador: Victor Calistro.
El misterio de la Carreta
Cuando era pequeño, pasaba largas temporadas en la casaquinta de mis abuelos, más tarde con el tiempo aprendería que esos tiempos eran las vacaciones. Como no había televisión ni computadoras, mucho menos celulares, el entretenimiento dependía de la imaginación, del juego con algunos niños vecinos del barrio y de las historias que me contaban a la hora de la siesta, cuando uno no quería irse a dormir.
A forma de legado quiero dejar una de esas historias plasmada en el papel, una que mi abuelo siempre aseguraba y juraba que era verdadera. A esa historia la había llamado «El misterio de la carreta», y aquí se las voy a dejar para que ustedes decidan al final qué tan cierta o falsa es. Se las voy a tratar de contar tal y como me la contaba a mí, mi abuelo. La primera vez que me la contó fue en su escritorio, donde pasaba buenos ratos escribiendo con una lapicera, que tenía una pluma larga, gris y con pecas blancas, cuando la vi le pregunte de que pájaro era y el, sonriendo, me dijo:
—Esta era una de las plumas del Búho Anas.
—¿El búho Anas? ¿Qué pájaro es ese? –le pregunté con asombro.
—Vení, sentate acá a mi lado que te cuento –y así comenzó la historia.
Corría el año 1910, ir de la casa al pueblo era más que un viaje, era una aventura. Si bien la distancia no era mucha, tampoco resultaba cerca como para ir a pie, así que cuando había que ir se usaba la carreta, con sus dos enormes ruedas y el percherón Nube Blanca –un caballo tan blanco como las nubes– tirando de ella.
Aquel día en particular don Anastasio, que era quien conducía la carreta, se había levantado temprano, antes del primer cantar del gallo. Afanosamente preparó la carreta, colocó las cajas con conservas, los frascos de mermeladas ordenados y amarrados, peinó las crines del percherón y revisó que todas las correas y las riendas estuvieran como debían estar. Ya para las ocho de la mañana estaba sentado, riendas en mano, esperando a su acompañante y ayudante: yo, tu abuelo, que por ese tiempo tenía unos doce años cuanto mucho.
—¡Vamo gurí, apúrate, que no tenemos todo el día! –me gritaba desde su lugar arriba de la carreta.
—¡Ya voy, ya voy! –le grité desde la cocina.
La ida fue tranquila, salvo por una mulita que se nos atravesó en el camino con sus crías de a rastras y si don Anas, como me gustaba decirle, no hubiera sido un hombre conocedor de los caballos y gran conductor de carretas, seguro que alguna cría hubiese quedado aplastada o por las ruedas o por las patas de Nube Blanca.
Los primeros caseríos se dejaron ver tras la curva de una pequeña loma y más adelante ya se escuchaban los ruidos propios del pueblo, los dos tranvías que circulaban por sus calles, las damas con sus vestidos enormes y sus capelinas con bordados y decorados de cintas y plumas cubriendo sus cabezas, caminando del brazo de alguna amiga o si estaban casadas, del brazo de su esposo. Ellos luciendo trajes a medida y con sombreros de varios tipos, los había gachos en su mayoría, pero se veían galeras, bombines y boinas también.
La primer parada fue en la farmacia, ni a don Anas ni a mí nos gustaba mucho aquello, el olor a remedios y desinfectante en el aire del local daban náuseas, así que era el primer mandado en hacerse para salir lo más rápido de allí, la lista no era larga: algunas vendas, alcohol, algunas aspirinas y otras cosas que solo allí podían encontrarse. Luego, y como para sentirse bien, una rápida mirada y los dos sabíamos cuál era la próxima parada, la panadería de doña Juana. La vidriera de aquel local invitaba a detenerse, con sus letras ornamentales en amarillo con fondo blanco anunciaban la calidad y frescura, en tanto una pizarra en la puerta hacía saber a los que pasaban cuales eran las especialidades del día. Las borlas de fraile rellenas de dulce de leche eran mis favoritas, mientras que para don Anas, un par de marselleses y una charla con la propia doña Juana parecían bastar, algo que de chico nunca entendí.
Tras varias insistencias el recorrido continuaba a regañadientes hacia el mercado para conseguir abonos y semillas, algún costal de harina y vender los frascos de mermelada casera y salsa de tomate que prolijamente habíamos llevado. Ya para el mediodía el hambre acusaba su presencia con unos ruidos que parecían rugidos de león en mi estómago, así que los dos marchamos para el Mesón Los Teros. Atendido por sus dueños, un par de hermanos mellizos, ambos corpulentos con grandes vientres y brazos enormes, pero con unas piernas flacas que desafiaban la gravedad al sostener semejantes cuerpos. El menú no tenía muchas variaciones, se reducía a albóndigas con arroz, que don Anas siempre rechazaba –y en un susurro me decía que no comiera aquello, porque no sabía de qué cosa estaban hechas–, milanesa a caballo con papas fritas y la pasta del día acompañada por un tuco espeso y picante. Casi siempre yo comía la milanesa en tanto don Anas disfrutaba de un suculento plato de pasta casera, acompañándolo con una botella de vino tinto de la casa. Así que al terminar caminábamos juntos hasta la plaza mayor, y mientras yo correteaba y jugaba a la pelota con otros chicos aquel hombrón dormía la siesta debajo de un ombú de generosa sombra.
Siempre era yo el que terminaba despertando a don Anas, a veces tirándole el sombrero, otras jalándole la chaqueta, y pocas, muy pocas veces, con un buen pelotazo directo a la barriga, lo que producía no solo el grito del buen hombre, sino también una corrida asegurada tratando de atraparme, casi nunca con éxito. A pesar de su corpulencia nunca me puso mano encima, cuando me atrapaba –y como dije eran pocas veces– su rabia se transformaba en risotada, un tironcito de oreja y muchas cosquillas.
Entre risas, íbamos a la tienda de don Raúl para conseguir repuestos de herramientas, artículos de cuero, piezas de loza, vajilla y utensilios de cocina, cuando no también algún que otro chisme propio del pueblo. Había de todo en aquella tienda, hasta cosas raras, como una cabeza en un frasco, que don Raúl aseguraba era la cabeza reducida de un indio del Amazonas. Aquel día en especial, sobre uno de los aparadores de vidrio, reposaba una caja de brillantes colores. No pude con la curiosidad y mientras dependiente y cliente se ponían de acuerdo en los precios de tal y cual artículo, me fui acercando despacito a observar aquella caja. Era como un baúl pequeño, igualito a uno que había en casa de la abuela, claro que en el de la abuela se guardaban frazadas y ropa de invierno, mientras que en aquel solo podrían caber un par de escarabajos y dos o tres de mis bolitas, según calculé.
Tenía unos herrajes dorados, que parecían de oro puro, la madera rojiza con vetas negras resaltaba los arabescos grabados en su superficie y el cierre en forma de cinturón de cuero rojo como sangre le daban a uno ganas de abrirlo para descubrir lo que guardaba en su interior. Así que estiré la mano para tocarlo y ahí tuve el primer aviso.
—¡Chsssst! ¡Jovencito! Se mira y no se toca, si lo toca y lo rompe, lo paga –fueron las palabras de don Raúl.
—Solo quería verlo –me disculpé.
—¡Es un artículo muuuy especial, no se toca! –repitió algo molesto el dueño.
—¡No se ponga así don, es curiosidá de gurí nomá! –me defendió don Anas.
—Disculpe, es que… es que no se puede abrir –excuso Don Raúl, agregando– quien me lo dejó me contó su historia y porqué no debe ser abierto –concluyó con aire misterioso.
Fue así que don Anas se acercó y buscó que don Raúl le contara más sobre el asunto, en tanto yo escuchaba en silencio y con atención aquella historia.
Dijo que llegó un forastero, con extrañas ropas, de piel cetrina, nariz aguileña y tan delgado que parecía enfermo, cargaba una abultada bolsa de tela sobre uno de los hombros como su único equipaje, iba descalzo y cubría su cabeza con una tela entrelazada. Al hablar, si bien hablaba español, tenía un acento extraño, desconocido por esta zona, parecía que silbaba las palabras, lo que le hacía recordar el siseo de una serpiente. Sin embargo y a pesar de su apariencia, no parecía mala persona, ni ladrón, sino solo un viajero, y como tal se identificó. Buscaba refugio por una noche y algo de comida, y estando en la tienda le intereso un artículo por el que exigió un trueque, siendo el resultado del canje que don Raúl se quedara con aquel pequeño cofre. El extraño le advirtió que poseía un hechizo y por nada del mundo lo abriera, porque quien lo hiciera estaría condenado en cada luna llena a convertirse en el animal que más temiera.
—Y usté, don Raúl, con lo esperiente que es en las cuestiones de la vida, ¿usté le creyó semejante cosa? –le pregunto don Anas.
—Cl… claro… claro que no, fíjese si a la edad de uno vamos a andar creyendo en todo lo que nos dicen… ¿pero dígame si el cofrecito no se ve lindo, verdad? Y bueno, con la historia, a usted no, pero a más de un curioso se lo podré vender mejor –y terminó el comentario, haciéndole a don Anas una guiñada que juzgué sospechosa.
—¿Entonce ya lo abrió? –pregunto don Anas.
—¡Noooo! Imagínese, no, no, no, no por miedo, sabe, sino por aquello de que las brujas no existen, pero que las hay, las hay…
—¡Jajajajaja, mire que resultó maula, amigazo! –carcajeó don Anas.
Don Raúl, con la cara colorada como un tomate y visiblemente nervioso, antes de retirarse a la trastienda con la lista en mano de los pedidos solo agregó:
—Por favor, nada de maula, precavido que le dicen a uno, ya, ya le traigo estas cosas.
Rápidamente desapareció tras la pequeña puerta a sus espaldas sin dar tiempo a otro comentario. Fue entonces que me atreví a hablar.
—Esteeee, y digo yo, ¿no le da curiosidad de ver lo que tiene? ¿O usted también es maula?
—Pero qué atrevido gurí, ¿acaso no me conoce? sabe que de maula ni la eme, me entendió, y no masnipulee a la gente que eso no es cosa buena, ¿sabe? –me contestó con el rostro serio y con cara de que lo que dije no estaba bien.
Pero a pesar de mi pregunta vi como se quedó observando el cofre aquel, y por no dejarlo en evidencia me fui a mirar otro aparador con unos soldaditos de plomo. Cuando volví a girar para mirarlo hizo un movimiento rápido con las manos sobre el mostrador y no sé si fue efecto del reflejo de una ventana del tranvía que pasaba, que desvió el sol y le alcanzó el resplandor en plena cara, o si realmente vi un fogonazo de luz, pero lo cierto es que don Anas quedó como brillando por un instante. Incluso hasta parecía haber visto algo que no le había gustado.
—¿Está bien don Anas? –le pregunté.
—Cla… claro mijo, ¿qué me podría pasar? –me replicó serio, aunque no me convenció.
En ese instante volvió a aparecer don Raúl con una caja y un montón de cosas dentro.
—Acá tiene don Anastasio, no falta nada, bueno, la pieza para el arado se la entrego afuera, claro –y mirándolo agregó– ¿está usted bien? Se le ve algo pálido.
—Perfetamente perfeto, así estoy –y sin dar lugar a mas agregó– vamo, vamo que ya se va haciendo tarde pa empegar la vuelta –y sin titubear tomo la caja, giró sobre sí mismo y a paso firme se encaminó hacia la salida.
Ya prontos en la carreta, con todo acomodado, nos dimos cuenta de cómo se había ido el tiempo, y el sol, aunque estaba alto todavía, ya estaba anunciando que en pocas horas sería de noche.
—Cómo se nos fue el día, gurí, y todavía tenemos que ordenar esto al llegar, ojalá no nos agarre la noche en el camino, no quiero empreocupar a su familia –me comentó algo intranquilo.
—¿La historia esa en lo de don Raúl lo dejo nervioso don Anas? Igual saliendo ahorita vamos a llegar con el sol todavía, y en casa saben que estoy con usted, así que no se van a preocupar –le contesté.
Sin embargo, al regresar había algo diferente. Siempre que emprendíamos el regreso don Anas se ponía charlatán, contaba chistes, o me enseñaba algo sobre alguna planta que cruzábamos en el camino o nos deteníamos a buscar huellas y me pedía que yo dijera a qué animal pertenecían. Pero en aquella ocasión ni chistes, ni historias, y ni siquiera el amague de detenernos, una o dos veces le hice una pregunta, pero don Anas parecía reconcentrado en sus pensamientos, así que me hice un hueco en la parte de atrás de la carreta y, con el movimiento y aburrido, me dormí.
No sé cuánto tiempo pasó, lo que sí sé es que cuando abrí los ojos la noche ya nos había alcanzado; Nube Blanca era la única otra cosa blanca bajo la luna llena. El camino apenas se distinguía, pero eso no me asustaba, Nube sabía el camino de regreso mejor que nosotros con los ojos vendados. Lo que sí me inquietó fue que lejos de ir rápido como cuando salimos de regreso, ahora íbamos a paso de tortuga, Nube no podía estar cansado de llevarnos, era un caballo fuerte y joven, era capaz de llevar tres carretas como aquella, no, definitivamente no era cansancio, pero viajábamos muy despacio.
—Don Anas, ¿por qué vamos tan lento? –pregunte aún desde mi lugar sin enderezarme, pero no tuve por respuesta más que un sonido como una u.
—Uuuuh Uuuuuuh –fue lo que escuché.
Entonces, me incorporé un poco y busqué a don Anas, pero en su lugar vi un gran búho, llevaba el sombrero de don Anas, tenía el saco de don Anas, hasta llevaba las botas de don Anas, pero no era él, era un gran y enorme búho gris, los penachos de plumas a cada lado de su cabeza sobresalían por el ala del sombrero, y por debajo del saco sobresalían unas plumas que colgaban hasta casi tocar los talones de las botas. Levanté un poco más el cuerpo y forzando la vista volví a preguntar:
—Don Anas, vamos muy despacio, ¿está usted bien?
—Uuuuhh Uuuuuh –fue de nuevo su respuesta, hizo medio giro con la cabeza como para mirarme de reojo, y entonces lo vi, lo que vi fue un pico enorme donde debía estar solo su nariz. Me incrusté contra el piso de la carreta y no volví a moverme hasta que Nube se detuvo frente a la puerta de mi casa y sentí que se abría, inundando de luz el lado derecho de la carreta donde me encontraba, y las voces ocupaban el espacio de la noche.
—¡Pero qué barbaridad! ¡Mire las horas de llegar! –decía mi abuela.
—¡Y con el botija encima! –agregaba mi abuelo.
—¡¿Pero don Anas, adónde va?! –increpaba enojada mi abuela.
—Uuuuh, Uuuuh –fue la única respuesta que dio don Anas mientras bajaba por la parte izquierda y desaparecía en la oscuridad de la noche.
—¡Todavía que llega a esta hora y no nos va a ayudar a bajar las cosas, pero qué barbaridad! –protestaba enojado mi abuelo, en tanto mi abuela me abrazaba y me revisaba como si me faltara algo.
—¿Estás bien mijito? ¿Tienes algo? ¿Por qué llegaron tan tarde? –una ráfaga de preguntas y yo sin saber qué decirles, porque estaba seguro de que no me iban a creer.
Así que preferí quedarme callado, cenar e irme a dormir quejándome de que el paseo me había dejado agotado. A la mañana siguiente, apenas desperté y me levanté fui corriendo a buscar a don Anas, y allá mateando bajo una anacahuita lo encontré.
—Buenos días don Anas, ¿cómo se siente hoy? ¿No tiene nada para contarme de ayer? –le pregunté con decisión, esperando franqueza, pero su respuesta fue:
—¡¡¡Buenos días gurí!!! ¿Cómo amaneció m’ijo? Yo estoy bárbaro, lindazo el paseo de ayer, ¿no?
—¿¿Ehhh?? Sí, creo, sí, pero… ¿no se acuerda de anoche en el camino? Las plumas, ¿el Uuuuhh Uuuuuhhh?
—¿Que qué? ¡Qué Uuuuhh ni que nada! Usted se durmió como una roca hasta que llegamos acá, me dejó más solo que mulita asustada, no tuve con quién hablar así que me tuve que entretener contándole historias a Nube Blanca.
—Pero, ¡pero yo sé lo que vi! En su lugar, donde usted debería haber estado, no estaba usted, había un enorme búho gris –le increpé, molesto al ver que me trataba de mentiroso.
—¡Jajajajaja! ¿Un qué? ¡Jajajajajaja! No me haga reír mijo ¡jajajajaja! ¡Eso usté lo soñó!
Me levanté y me fui enojado, caminé hasta la carreta y no sé si fue casualidad o destino, pero atrapada entre las riendas la encontré, una enorme, bella y suave pluma gris con pecas blancas en las puntas.
Con la una expresión de triunfo corrí, pluma en mano, hasta donde estaba don Anas, puso cara de no saber qué era eso, dio mil explicaciones de cómo podría haber llegado esa pluma hasta ahí, pero nunca me dio la razón, y por momentos hasta me hizo dudar de mi versión.
Pasaron los años, uno fue ganando experiencia y a mi edad, casi pisando los ochenta, me ha tocado ver y vivir tantas cosas, que los recuerdos ya no son ni tan fijos ni tan reales, porque están teñidos con el velo del tiempo. Pero sobre mi escritorio descansa esa pluma, a la que le hice una adaptación para que sirva como bolígrafo, y con ella no solo escribo y firmo mis papeles, es el recuerdo material de aquella aventura de mi niñez.