Autor: Rodolfo Fernández Chaves
Ilustrador: Bruno Lagomarsino
De Garzas Blancas y Barcos Voladores
De chico, yo decía haber sido grande en algún pasado lejano. Dicha fantasía solo se sustentaba en mi desconocimiento de las leyes naturales y que el interlocutor era mi hermano menor Felipe, que enceguecido de admiración, era incapaz de cuestionar mis atropelladas fantasías.
Era la década del 40 y, sin televisión, la radio nos traía las noticias del mundo, dejando mucho a la imaginación. Eso servía de inspiración para mis fantasías.
Así fué que, desde mi cama y cuando las luces se apagaban, dejaba volar las ideas y recordando alguna noticia escuchada, le contaba a Felipe de la vez que, en mi función de bombero del pueblo, tuve que rescatar a varios vecinos de las llamas, cuando sus precarias casas de madera tomaron fuego. El suspiraba maravillado sin entender del todo lo que le contaba, por su corta edad, pero sabiendo que sin dudas era algo maravilloso y heroico, porque el tono de mi voz iba subiendo a medida que avanzaba
la acción. En algún momento, desde el dormitorio de nuestros padres, siempre se escuchaba el sonido de las maderas de la cama crujir, unas pantuflas arrastrarse presurosamente por el piso gastado de baldosas y mamá que se asomaba a la puerta de nuestro dormitorio y sin prender la luz nos decía con esa voz que simula gritar pero bajito.
– Hagan silencio y duérmanse que se va a despertar papá. Mañana se levanta a las 6 de la mañana para trabajar, por favor!
-Es que Juan Pablo me contaba de cuando él era Bomb… Paf!. Ahí, sin mediar palabra y amparado en la oscuridad, no me quedaba otra que taparle la boca a Felipe de un manotazo salvador y con la voz más dulcemente sobornante decía: – Mamita, perdónanos. Felipe no se podía dormir y yo le estaba contando un cuentito.
Las pantuflas se alejaban sin remedio y mientras sacaba la mano de la boca a mi hermanito, al cual sin querer estaba asfixiando, le explicaba que mamá no se podía enterar de mi pasado de grande. Ni mamá ni nadie. Las razones algún día se las iba a explicar, pero por ahora sólo podía decirle que esto era un secreto entre é y yo.
Felipe asumía esto como una responsabilidad gigante. Debía mantener en secreto que,
su hermano de 8 años, fue en el pasado toda una personalidad…..casi un héroe.
Así fue que, para mi hermano menor, durante mucho tiempo fui, exbombero, expolicia, expresidente, etc etc.
Según entendí más tarde, estas fantasías las crean muchos niños, y pueden parecer tan reales como la realidad misma.
Sin ir más lejos recuerdo un día haber tenido una muy acalorada discusión con un compañero de clase en la escuela, sobre quien había sido “más grande”, cuando “habíamos sido grandes”. Rebuscada excusa para discutir, si las hay.
En fin, con mi doble personalidad, conviví algún tiempo hasta que Felipe, en una de esas noches de cuentos y fantasías, interrumpió mi relato diciéndome: – Aaaah, ya me acuerdo. Yo también cuando era grande fui aviador!!
-Que lo que? Le pregunté.
-Que me acuerdo claramente que antes, cuando yo era grande, fui piloto. Piloto de un barco volador, para ser más preciso. Cuando me cansaba de navegar por el mar, levantaba vuelo y volaba hasta el lugar que yo quería. Que lindo era.
-Y eso fue hace mucho? Le consulté.
-Y…..que te puedo decir. Habrá sido hace un tiempo más o menos largo.
Esta respuesta, me dejó bien en claro, que mi interlocutor ya no era ningún bebé y que yo ya no podía seguir siendo aquel niño fantasioso. Desde ese día dí por concluida mi etapa de “fui grande”, para pasar a ser el hermano mayor de un niño fantasioso de 5 años.
En función de tal adquirí nuevas responsabilidades como ser, aterrizarlo suavemente a tierra cuando su imaginación lo lleve a treparse a un árbol con un paraguas en la mano, pretendiendo usar dicho elemento como paracaídas de una eventual falla en los motores de su “Barco Volador”, o seguirle la corriente, cuando delante de algún grupo de amigos, él me pedía que refrende sus dichos con un: “–Es cierto, yo lo vi”.
Un día, sin medir mis palabras, se me dio por cuestionar su idea de Barcos Voladores y Papá se dio cuenta.
Yo le decía: -Los barcos no vuelan porque son muy pesados, y los aviones no navegan en el agua porque son muy frágiles. Te acuerdas cuando fuimos al aeródromo? Te parece que puede un avioncito de tela y madera navegar entre las olas sin romperse?
Si vas a inventar algo, que sea más creíble.
Papá me interrumpió, mandó a Felipe a traerle algo del galpón y me llevo para hablarme aparte. –
Pocas palabras bastaron para que yo entendiera. –Te acuerdas cuando eras bombero? Pues yo siempre te escuché nunca se me ocurrió cuestionarte.
No precisé que me dijeran nada más, y a partir de ese entonces, yo siempre apoyé lo que mi hermano me contaba.
La niñez se nos hacía más fácil así, soñando con logros grandiosos, barcos voladores y un sin fin de aventuras que nos alejaban por momentos, de la tediosa somnolencia cansina de nuestro barrio alejado del centro.
En las afueras y en invierno, miras por la ventana y ves pasar tu niñez. Pero la ves en serio. La ves pasar en la hamaca que se mueve por el viento, vacía, pero se mueve. La ves en el pasto marchitado por la helada, que no aguantaría un partido de futbol, ni siquiera un picadito de diez minutos antes de merendar. La puedes ver pasar también en la cometa que quedó colgada de los cables de luz, esa que ya perdió la cola y los colores de tu cuadro de futbol favorito palidecieron con el paso de los días, hasta casi no distinguirse.
Un día, sin darte cuenta, no estás parado en punta de pies para mirar para afuera.
Otro día, comprendes que en invierno todo parece herrumbrarse, hasta los huesos de papá que son capaces de anunciar la más leve tormenta con un intenso dolor que él describe como “el descalabro”.
Todo esto dura exactamente hasta el momento en que Papá, entra a casa con las manos escondidas a la espalda y le dice a mamá que no mire. Ella cierra los ojos y ahí aparecen desde la espalda de mi Padre un ramo de hermosas margaritas blancas y amarillas que cortó del jardín. Ella las pone en un florero que de ahora en más pasará a ocupar el centro de la mesa de la cocina, renovando su carga de flores una y otra vez, hasta que inexorablemente, en unos meses, vuelva a venir el Invierno.
Cierto día de octubre, papá entró agitado a casa. Nos dijo -Abríguense que vamos a salir.
Mamá no dudó y nos puso las camperas y en dos minutos estábamos prontos.
Subimos al carro y salimos, rumbo a la laguna.
Felipe con su inocente impertinencia, y sin notar la cara de preocupación de Papá, le preguntaba una y otra vez. –A dónde vamos?
Papá apuraba el tordillo de una manera rigurosa, cosa extraña en él ya que cuidaba mucho de sus animales, y lo miraba a Felipe de reojo sin contestarle. Las pocas huellas de carro que iban desde el barrio hasta la laguna, estaban viejas y tapadas por el pasto, ya que es en verano cuando los carreros van más seguido a recoger arena que después llevan y venden en la ciudad.
Normalmente el viaje a la laguna se hace en una hora, pero en este caso, no había pasado media, y ya se veía la vegetación típica de la riviera.
-Por dónde estará? Raúl me dijo que estaría por acá? Dijo papá cuando llegamos a la orilla.
-Qué hacemos acá? Preguntó Felipe.
-Ya vas a ver, ya van a ver todos.
De pronto, y al dar la vuelta en un recoveco de los pastizales, apareció algo maravilloso. Era muchas veces más grande que nuestra casa. Es más, era más grande que la casa más grande que yo había visto nunca. Mi mente no entendía que hacía en la laguna, donde nosotros pescábamos y nos bañábamos, esta enorme máquina.
Papá rompió el silencio en el que estábamos inmersos y nos dijo. -Y? Qué les parece?
Tenía razón Felipe o no tenía razón? Un barco volador. Y gigante !!
Vamos que le pedí a Raúl que nos lleve en su bote para verlo bien de cerca.
Raúl era un viejo amigo de Papá que se dedicaba a pescar. Le comprábamos todas las semanas pescado fresco que mamá transformaba en platos exquisitos.
Así fue como, subidos en el pequeño bote de madera de Raúl, nos fuimos acercando.
Su forma era la de un barco por debajo y la de un avión por encima. Todo con dimensiones extraordinarias, enormes, gigantes.
Encima de las alas me pareció que caminaban personas diminutas, que iban y venían haciendo labores en los motores. Cuando nos acercamos más, me di cuenta que en realidad eran personas de tamaño normal, lo que eran gigantes eran las alas. Tenía seis motores y cada hélice medía lo mismo que dos personas una encima de la otra. Tenía muchas ventanas, como la de los grandes barcos y atrás tenia dos alas más pequeñas, inclinadas levemente hacia arriba las cuales tenían en sus puntas dos grandes timones. Todo en el barco-avión era gigante. Abajo de las alas, casi en sus extremos, se desplegaban dos flotadores, cuyo tamaño duplicaba el del bote en el que íbamos.
En la parte de arriba del fuselaje, casi donde empiezan las alas, se ubicaba la cabina, toda rodeada de vidrio y de la cual se debería tener una vista privilegiada de la laguna.
Papá nos contó, que hace ya unos cuantos días este barco volador, había tenido una emergencia que los obligó a acuatizar en la Laguna. Se rompió una de las hélices y el piloto confundió la Laguna de Rocha, con la Laguna Negra que tiene mucha más profundidad, por eso estaban unas máquinas haciendo un canal que simulaba ser una pista de despegue en el agua ya que se había estancado en la arena del fondo.
Yo estaba maravillado con la enorme belleza de la máquina, incrédulo de que estuviera posada en nuestra laguna, dónde lo más grande que habíamos visto sobre ella eran
las garzas blancas.
Papá seguía explicándonos, ahora con una voz más solemne y apesadumbrada, que al desprenderse la hélice, había fallecido una persona y otra resultado muy herida, por lo que aparte de ser una escena fantástica, también era la escena de una desgracia.
Yo traté entonces de contener mi emoción y no hacer mucho alboroto a medida que nos acercábamos, pero para Felipe esa era una tarea sencillamente imposible.
Con su voz finita como la de un gorrión y tirándonos de la ropa nos decía: -Mireeeen, es enorme! Es hermoso! Podemos subir?.
Papá no le respondía, pero me miró de reojo y me hizo una guiñada. Ahí me di cuenta de que ya lo tenía todo arreglado.
Llegamos al costado de la nave y el bote se puso al lado de una puerta lateral.
Entramos por la puerta y el movimiento que teníamos en el bote, se detuvo de pronto. El tamaño del avión hacia que las pequeñas olas de la laguna, no lo afectaran en lo más mínimo. Era como caminar entre una obra en construcción. Mucha gente trabajando, yendo y viniendo con cosas en la mano, herramientas, repuestos, víveres y demás cosas. La mayoría no hablaba español. Nadie nos prestó atención al entrar, porque todos estaban muy ocupados, excepto Jean Paúl Gaouche. Así me enteré que se llamaba nuestro guía. Un francés cuya tarea en el avión era la de servir las mesas en el comedor, pero que en este momento estaba cumpliendo el rol de mostrarle la espléndida máquina a todo aquel que obtuviera permiso del capitán para abordar. Nosotros teníamos esa venia gracias a Raúl, ya que él fue uno de los primeros en llegar al lugar el día del accidente, y ayudó a trasladar a los pasajeros, sacándolos en su bote de la laguna para ser atendidos. El capitán estaba muy agradecido con Raúl e incluso lo invitó a seguir vuelo con ellos.
Para el capitán, Raúl era un héroe, que se arrimó con su bote y les ofreció su ayuda.
Su fama llegó hasta lugares muy lejanos y engrandeció al País que se mostraba a los ojos del mundo como un lugar donde la solidaridad era pilar principal.
Para Raúl el ofrecimiento era digno de pensarlo, porque la vida no da dos de estas oportunidades, y menos a un pescador artesanal de una laguna perdida al este de un País pequeñito. A decir de mi padre, nuestro país es la muela, de la boca abierta del Río de la Plata. Yo me reía mucho de esa comparación que hacía y me imaginaba Uruguay como una muela gigante.
Jean Paúl nos llevó hasta unas escaleras y preguntó en un pésimo español. –Quien quiere ir a la cabina de mandos?
Felipe miró a papá con cara de no poder creer lo que estaba viviendo. Y gritó –Yo!! Yo quiero subir. Puedo, Puedo?
Yo no quize molestar a mi hermano con pujas infantiles por quién subiría primero, y no dije nada. Sabía que estaba viviendo el sueño de su vida y yo lo iba a respetar. Subió la escalera y permaneció unos 10 minutos arriba. Cuando bajó, traía en su mano una postal con un dibujo del barco volador, y un escrito al reverso que decía: Lionel de Marmier-Air France…, esperamos que el viaje haya sido de tu agrado, te esperamos pronto para compartir nuevas emociones. Comandante Capitán Mouligné.
Y luego de esto la firma del capitán, de puño y letra.
Ese día comenzaron con las pruebas a los motores ya reparados, por lo que cuando Felipe bajó de la cabina, nos solicitaron amablemente que nos retiráramos por seguridad.
Yo me quedé sin conocer al capitán, la cabina y otras partes del avión; eso me dejó algo triste, pero Felipe se encargó, con su relato, de hacerme conocer todo.
El capitán con su traje perfecto, los cientos de botones y palancas de la cabina con sus funciones, el trayecto que hicieron antes de llegar acá y hacia dónde se dirigían luego de arreglado el avión. Me contó detalles de la rotura y de cómo la solucionaron. También de cómo estaban terminando de hacer un canal gigante para que el avión flote para despegar. Todos estos cuentos, me los hacía con tanta emoción que se ahogaba por no darse el tiempo de respirar. Eran cuentos agitados, donde supongo que él le agregaría algún condimento extra para hacerlo aún más emocionante.
La postal, papá la mandó enmarcar y hace muchos años que Felipe la tiene en su mesa de luz.
Ni siquiera hoy, que es un piloto experimentado con miles de horas de vuelo en una aerolínea comercial, y que ha recorrido el mundo entero volando, deja de dormirse sin echarle una ojeadita a la postal, donde el capitán del bote volador más impresionante que voló sobre nuestra tierra, lo invitaba a seguir volando con él y su compañía aérea.
Felipe nunca piloteó un bote volador, ya que esas majestuosas máquinas, dejaron de existir. En palabras de él, esas naves eran demasiado hermosas para usarlas. Están mejor en un museo, donde alguien las cuida, las limpia y no corren riesgo de terminar en una laguna, al este de la “muela” del Río de la Plata.
Yo por mi parte, no fui bombero, ni policía, ni súper héroe, aunque, quien sabe, ya que como soy uno de los pocos pescadores artesanales que quedan en la laguna……….